Aurora
No
sé por qué, un apacible amanecer de verano sentí la premura de descender al
sótano de la antigua casa que yo alquilaba en Monterrey, California. Después de
curiosear un buen rato y sin saber lo que buscaba, encontré en el fondo de un
abandonado baúl de madera una vieja y desteñida camiseta de algodón, oculta
bajo un rimero de ropa usada. Con mucho cuidado la separé del montón, temeroso
de constatar lo que sospechaba haber visto grabado en la prenda: la imagen de
una preciosa mujer que yo había conocido durante mi adolescencia y cuyo nombre
era Aurora. Sin duda alguna era su retrato, pero su imagen se veía algo
desmejorada y ahora lucía como una mujer de treinta y no como la mozuela que yo
recordaba. Si bien sus rasgos seguían siendo los mismos, su apariencia era
severa y no chispeante y su mirada más bien tristona que risueña. Más asombroso
aún era el hecho de que al reverso de la camiseta aparecía un osito panda
comiendo varas de bambú. Pues todavía recuerdo que con mucha ternura Aurora
solía cantarle un arrullo a un osito panda de peluche. Tampoco sin saber por
qué, tuve la precaución de anotar la fecha y la hora de la misteriosa
circunstancia en un pizarrón que colgaba de una de las paredes de esa covacha
subterránea. ¿Qué podría estar haciendo su imagen en ese solitario lugar? ¿Cómo
habría llegado hasta allí? Yo tenía más de quince años de no verla, pero el
inesperado «ramalazo» de su recuerdo
me
golpeó severamente, resultando en una procesión de pesadillas que noche tras
noche me producían un sudor helado.
El
baúl había pertenecido a un señor centroamericano, propietario de esa casa allá
por el año 50. Poco antes de fallecer le había vendido la casa al dueño actual,
pero había dejado en el sótano una vasta cantidad de pertenencias, incluyendo
el susodicho cofre de madera.
Después
de este inesperado hallazgo, dondequiera que yo fuera me parecía ver el rostro
de Aurora, entre las multitudes de las calles, detrás de las estatuas de los
parques y, a veces, cuando pasaba un microbús destartalado, atestado de
pasajeros. Sin duda, fue en uno de mis sueños que recibí una llamada de Aurora,
quien no terminaba de sorprenderse cuando al principio le dije que había
reconocido su voz. No me extraña que en este momento no pueda recordar si esa
llamada fue antes o después de su muerte, pues años más tarde me enteré de que
realizando su trabajo de aeromoza había perecido en un accidente aéreo.
De
todas formas, en ese entonces yo a menudo caía en tal estado de agotamiento
mental que curiosamente sólo cesaba cuando descendía al sótano a frotar la
descolorida prenda. Al instante mi ánimo cambiaba de un estado terrible de
agitación, acompañado de un precipitado palpitar del corazón, a un estado de
paz y abundante calma. Era como si ese trapo viejo poseyera una textura mágica
que al tocarlo me cambiaba de un ente nervioso a un ser humano sosegado,
sereno. Con el pasar del tiempo aprendí a gobernar mis sentimientos hasta el
punto en que yo creí que mi vida había vuelto a un estado normal. Empecé otra
vez a libar con mis viejos amigos, salí con mujeres, pero sin éxito porque no
podía borrar de mi mente esa imagen de Aurora. Después de todo, me di cuenta de
que no podía olvidarla. Y así fue que en un momento de alteración y ansiedad me
desesperé tanto que decidí ingresar de voluntario a una brigada de
paracaidistas del ejército de los Estados Unidos. Mas, de alguna manera las
alucinaciones causadas por esa vieja prenda persistían, y la imagen de Aurora
me acompañaba dondequiera que yo estuviera. Veía su cara en el campo de entrenamiento
básico, de igual forma la veía entre las nubes cuando saltaba de aeroplanos, y
aun en las villas y pueblos de Indochina.
La
inquietud me duraba varios días después de cada delirio y persistió durante
todo el año entero que permanecí en Vietnam. Así que esa aparición se sumó al
tormento que sufría durante los interminables días y noches de la guerra.
Mis
vicisitudes de Vietnam ya en el pasado y ahora otra vez de regreso a la vida
civil, un presentimiento me impulsó a visitar los alrededores de la casa
rústica que yo alquilaba antes de ir a la guerra, y al ver el rótulo anunciando
que la casa estaba en venta, el corazón me empezó a palpitar vigorosamente. La
vecindad era tan apacible como antes, tanto que los trinos y gorjeos de los
pájaros se podían oír por encima de los otros sonidos ambientales del entorno.
Yo tenía suficiente dinero ahorrado y a punto estuve de comprar la casa, pero
me conformé con pedirle permiso al dueño, un viejo de ochenta años, para darle
un vistazo a la pieza subterránea.
Con
gran cautela bajé por las empinadas gradas mientras el corazón me palpitaba en
una cadencia interrumpida. El cofre estaba aún allí, pero ahora con la tapadera
abierta y totalmente vacío. El actual dueño me confesó que dos familiares del
propietario anterior habían andado buscando a éste por años y finalmente habían
logrado encontrar a alguien con conocimiento de su vida y muerte. Un mes antes,
esos dos hombres habían aparecido en el umbral de su puerta, obstinados en
llevarse las pertenencias que quedaban del finado pariente. Y al ofrecerle al
dueño una modesta suma de dinero pudieron llevarse todo lo que había en la
pieza, incluyendo el rimero de ropa encerrado en el baúl de marras.
Mis
ataques de angustia y sobresaltos continuaron peor que antes y, ante la
imperiosa necesidad de averiguar el paradero de la camiseta aludida, le
pregunté al octogenario adónde se habían llevado los hombres los efectos
personales del difunto. De hecho, ellos le habían dado instrucciones a él de
que empacara y luego enviara las pertenencias por correo terrestre a una ciudad
centroamericana, cuyo nombre el discreto señor no podía recordar en ese
momento.
Un
par de semanas después y tras varios viajes a la oficina de correos de
Monterrey, obtuve un recibo desgarrado que indicaba la dirección a la cual se
había remitido el encargo. Decía así: «De donde
era
la farmacia ‘Joey the Rabbit’ antes del terremoto, 40 varas al norte».
Lamentablemente, los nombres de la ciudad y del país habían desaparecido al
romperse el recibo.
Ya
tenso y agotado después de muchas noches de desvelo, yo aún no empezaba a
conjeturar dónde habían ido a parar las pertenencias. Reanudé mi mala costumbre
de echarme mis buenos tragos y una noche observé que la misma taberna donde yo
glorificaba a Baco también la frecuentaba un joven compañero de armas. Al
describirle la esencia del asunto, el ex soldado de inmediato ubicó la
respuesta. Reveló él haber viajado frecuentemente por todos los países de
Latinoamérica y dijo saber de solamente una capital en donde las calles y los
caminos no tenían nombre. La ciudad era Managua, Nicaragua, que además había
sido arrasada por un terremoto algunos años atrás. Sin duda, esa información le
agregó más tensión a mi ya sofocada existencia. Al día siguiente empecé a leer
libros sobre Nicaragua, de su clima húmedo y tropical, ambiente lluvioso,
caminos angostos y polvorientos, aire contaminado, gobierno inestable, y de
gente radiante y amigable.
Saqué
del banco todos mis ahorros y un amanecer de primavera me dirigí rumbo a
Managua en un vuelo directo, seguro de encontrar cerca de la farmacia «Joey the
Rabbit» el remedio para todos mis males. Ya que mis reservas eran escasas, sólo
podía hospedarme en un hotel de tercera clase. Sin mucho entusiasmo decidí
sufrir algunas de las penurias, a las que ya me había acostumbrado en la
guerra, a cambio de un alojamiento económico. Con la ayuda de un guía local, la
primera mañana la pasé buscando el nombre de la referida farmacia en las
páginas amarillas del libro de teléfonos. Al no encontrarlo se me ocurrió que
posiblemente en Nicaragua no había farmacias con nombres en inglés. Así que
buscamos todas las posibles traducciones al español: Pepe Conejo, el Conejo
Pepe, José Conejo, José Liebre…, pero sin éxito.
Desesperado,
a causa de la infructuosa búsqueda, me alejé del hotel y abordé un autobús que
me llevó de un lado al otro de la ciudad, pero sin saber a ciencia cierta
adonde me dirigía. Me bajé enfrente del mercado central y anduve sin rumbo por
horas, dando vueltas alrededor de expendios de comida, y ventas de ropa y de
toda cosa imaginable.
Había
estado en el mercado escasamente cuatro horas cuando me percaté de repente que
en cada mujer veía el rostro de Aurora. La vi en su niñez, en su adolescencia,
juventud y madurez, como si viera todas las caras desaparecidas desde la
primera vez que la conocí. Pero lo que me dejó más perplejo fue un vendedor
ambulante de relojes que entonaba cada dos minutos el siguiente pregón, «Compre
relojes para su señora, ya que se llame Elisa o Aurora». Un sentimiento de
ambivalencia se apoderó de mí por unos momentos. Todas esas dobles de Aurora me
miraban intensamente como si me hubieran conocido alguna vez en el pasado.
¿Andaba yo en busca de Aurora o ella en busca de mi persona? Dichosamente el
pensamiento sólo duró un corto tiempo.
Ya
de vuelta al hotel el guía había hecho algunas indagaciones. Por ejemplo, la
farmacia «Joey the Rabbit» no podía aparecer en la guía de teléfonos ya que
ésta no había sido publicada sino hasta después del terremoto del 72. De modo que
teníamos que buscar la localidad del sitio antes del siniestro. Lo más lógico
fue ir a la oficina central de correos de Managua, donde nos recibió un
veterano con cuarenta años de experiencia en ese negocio. Al preguntarle, él
nos aseguró que nunca había oído el nombre de tal farmacia. Sí sugirió que
exploráramos otras ciudades aledañas, donde tampoco se usaban nombres de calles
en las direcciones.
Aún
no habían pasado tres semanas cuando nuestra labor de sabuesos novicios nos
apuntó hacia la ciudad de Masaya, en donde había existido una farmacia con ese
nombre anglosajón. No obstante, antes del terremoto el último propietario le
había cambiado el nombre a farmacia «José Conejo». Había estado situada en la
contra esquina de la iglesia San Miguel, sitio que ahora ocupaba una pulpería.
Así
con ese conocimiento nos fuimos para Masaya. Y ya estábamos por llegar a la
iglesia San Miguel cuando sentí que la conclusión de la búsqueda ya estaba en
la etapa final. A cada paso el corazón me latía como si fuera a salírseme del
pecho, pues sin haber caminado aún 40 varas al norte de la iglesia divisamos
una casa verde con verjas de hierro y portón blanco por entrada. Sin encontrar
un timbre o un lugar donde tocar a la puerta, con voz calmada, aunque fuerte el
guía gritó: «¡Buenas!, ¿se encuentra alguien en casa?» La empleada, una señora
madura,
se acercó al portón y quiso saber lo que deseábamos. Ya para entonces yo estaba
tan perplejo que no sabía cómo empezar a explicarle lo que queríamos saber. De
sopetón le pregunté si alguien con el nombre de Aurora vivía en esa casa. En
seguida nos invitó a entrar y dijo que allí vivía su ama de casa, Elisabet
María Paredes, una divorciada que pasaba de los cuarenta años, con su hija
Rocío, una chiquilla de escasamente cuatro años. Sin vacilar, la empleada llamó
a la oficina de Elisabet y nos indicó que ésta llegaría en una hora. Mientras
esperábamos, noté con sobresalto que en la pieza contigua una niña - ¿Rocío? -
jugaba con un osito panda y entonaba la siguiente canción: «Míralo como se
mueve y anda, igual que un osito panda». Ya un poco más alerta empecé a
observar todo lo que había en la sala. Colgadas en la pared se encontraban
varias fotografías, incluyendo una de Elisabet con Rocío en sus brazos, tomada
en una sala de hospital. Como indicando el día de nacimiento de la nena, la
foto estaba fecha el 27 de septiembre de 1970. De súbito sentí una terrible
sensación y como un relámpago la mente me trasladó al día en que descubrí la
camiseta en el sótano. Esa era la fecha que yo había anotado en la abandonada
pizarra.
Completamente
absorto estaba en mis pensamientos cuando Elisabet se apareció a las seis de la
tarde y al instante fue a besar a su hija. Para mi desmedido asombro, Elisabet
llevaba puesta la camiseta con la imagen de Aurora al frente, y, al reverso, la
de un osito panda comiendo bambú. En ese preciso momento fue cuando noté que
Elisabet no era Elisabet y que Rocío no era Rocío, sino que ambas eran Aurora.
Las viejas sensaciones de inquietud, desesperación y ansiedad me empezaron a
visitar de nuevo.
En
aquel confuso momento, impulsado por ese ya vivido doloroso trance me le
acerqué a Elisabet queriéndole tocar la camiseta. Pero cuando ya casi agarraba
una de las mangas un violento terremoto sacudió la tierra y súbitamente me
desperté en el sillón de un aeroplano, en un vuelo con rumbo a no sé dónde.
Pues acaeció que una de las azafatas me había zarandeado para arrebatarme del
sueño surrealista que en ese momento me atormentaba. Y al brotar de mi estupor,
con gran desconcierto observé un aire tan familiar en su presencia, que me hizo
exclamar, «!Aurora!»
A lo
que respondió la atractiva joven, «No, mi nombre es Alba» y se alejó para
asistir a otros pasajeros. En aquel sillón me quedé postrado, descontrolado y
confuso hasta el final del vuelo, preguntándome si Aurora, Elisabet, Rocío, y
ahora Alba podrían ser la misma persona.
El
sueño me pareció tan verdadero como cualquier otra experiencia de mi vida. De
pronto saqué en claro que de todas las pesadillas que había tenido después de
regresar de la guerra, ésta era la más simbólica y sorprendente. ¿Es posible
que haya estado obsesionado con una relación personal que no se terminaba y que
mi alma andaba buscando la manera de descifrar el enigma? Con sentimientos
ambivalentes tuve la esperanza y el temor de que otro sueño similar me mostrara
la conclusión de esta intrigante saga psicológica.