Tuesday, September 21, 2021

UN ANGELITO NEGRO EN EL PALMETTO - Relato de Emma Fonseca C.

Los ángeles existen. Son emisarios de Dios, seres sutiles a los que no podemos ver, pero ellos no nos pierden de vista, nos protegen de los peligros en el camino de la vida; a veces nos permiten imitarlos y nos dan la oportunidad de reemplazarlos, y aunque sea por un instante fugaz nos convertimos en el “ángel” de alguien, quien alborozado lo reconoce y exclama: ¡Eres un ángel”. Y así es en verdad.

Si usted examina su vida y aguza la memoria, seguro que emergerá una escena agradable, de ésas mal llamadas casualidades —que son propiamente “diosidades”—-, seguramente confirmará que en muchas ocasiones ha sido usted un ángel para alguien, y otras tantas ha tenido la fortuna de encontrarse con “angelitos de carne y hueso”, como el que me auxilió hace varios años en El Palmetto.

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El sol reverberaba sobre el pavimento un mediodía de agosto en un tramo del Palmetto (vía rápida) muy cerca de la salida a la 27 Avenida del Noroeste de Miami donde debía asistir a una reunión importante. De repente el chasquido característico de una llanta pinchada, me obligó a detener la marcha de mi Toyota y constatar el desperfecto. A pleno sol, el mercurio llegando a los 100º F., a sólo media milla de distancia de mi destino final y con mi tarjeta Triple A (*) en mi cartera, me sentí en total desamparo, aunque tenía a mi favor el que era de día y había podido aparcar en el extremo derecho de la vía, sabía que me esperaba un mal rato, aun cuando tuviera la suerte de que algún buen samaritano provisto de teléfono celular se decidiera a detenerse y brindarme ayuda.

(*)La Triple (AAA) —compañía de auxilio para conductores en calles y carreteras, casi nunca llega rápido y cuando menos hay que esperar una hora para el rescate—. Los húmedos vapores del verano nublaban mis lentes, pero mi brújula interior, me indicó que apelara al que a veces acude a nuestro auxilio con la velocidad del pensamiento. Y fue tal el sentimiento que imprimí a mi plegaria, mientras me enjugaba el sudor y limpiaba mis lentes al implorar mentalmente: “Señor, mándame un ángel”. No hizo falta más. Impulsada por ese no se qué indescifrable: intuición o sexto sentido, quizás, tendí la mirada hacia la derecha de la vía paralela al expressway la cual está separada por una valla alambrada de metro y medio de alto. Un joven moreno de mediana estatura, complexión atlética, de unos 30 años, que caminaba por allí, como caído del cielo se detuvo, me sonrió y preguntó:

−Are you Okay, lady? What happened? Can I do something for you?

La oportuna y súbita aparición y su amable ofrecimiento de ayuda logró devolverme la calma y responderle:

−Thank you very much. I am OK, but the front right tire is flat, could you help me to change it, please?

− Of course, if you have a spare tire there is no problem.

− Oh! Thanks. You don`t know how much I will appreciate your help…

Acto seguido, el joven puso en el suelo dos bolsas pesadas que cargaba. Con una agilidad pasmosa se impulsó y saltó la red metálica, mientras yo abría la valijera del carro para sacar la llanta de repuesto y las herramientas necesarias. Sin dejar de sonreír, el joven, cambió el caucho averiado en un santiamén.

Cuando abrí la cartera para obsequiarle una propina, el joven detuvo mi mano con la suya con un gesto firme, pero suave, se negó a recibir dinero, y a darme su nombre, sólo aceptó la toalla que le ofrecí para limpiarse las manos y el sudor que bañaba su rostro; siempre iluminado por su blanca sonrisa y en el que reflejaba la alegría de haber realizado una buena acción. Y después sellamos el encuentro fortuito con un fuerte apretón de manos e intercambiamos las típicas frases de cortesía norteamericanas: “take care”, “have a nice day , “God bless you”, bye, bye... Él se impulsó de nuevo para traspasar la cerca de alambre, recogió sus bolsas y siguió su camino.

No se le veían alas, desde luego; pero las tenía, si no ¿cómo pudo de manera tan fácil con un solo movimiento alzarse en el aire y salvar la valla que nos separaba? Indiscutiblemente era un Angelito Negro, el que en el Palmetto, un mediodía veraniego transformó lo que al principio yo consideré iba a ser un mal momento, en un singular episodio de mi vida que siempre acude a mi mente a la hora de cualquier reto y me levanta el ánimo: La expresiva y dulce mirada del negrito de ojos negros, largas y crespas pestañas, de amplia sonrisa y alma blanca, ángel con alas ocultas, que me enseñó que la bondad puede encerrarse en cualquier color de piel; quizás fue uno de los angelitos que habiendo sido dejado fuera del lienzo de un “pintor de santos de alcoba”, inspiró el reclamo que a éste le hiciera el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco en su famoso poema “Angelitos Negros”: ¿Por qué al pintar en tus cuadros/ te olvidaste de los negros?

Y recordando el bolero, —que, con música del compositor mexicano Manuel Alvarez, “Maciste”, inmortalizaron Pedro Infante, Toña la Negra, Alfonso Ortiz Tirado, Antonio Machín, Leo Marini, Alfredo Sadel y Xiomara Alfaro, en el siglo pasado y se convirtió en un clásico de la música latinoamericana—, llegué a tiempo a mi destino con el corazón henchido de gozo, agradeciendo al cielo el providencial envío del joven afroamericano que gentilmente con su gesto había validado una vez más la aseveración del recordado Andrés Eloy: “que también se van al cielo todos los negritos buenos”.




Monday, September 13, 2021

A DOSCIENTOS AÑOS DE LA INDEPENDENCIA - Un artículo de Porfirio J. Gómez

 

Lampedusa: Que todo cambie para que nada cambie.

Jean Monnet:  Los hombres no aceptan el cambio más que en la necesidad y no ven la necesidad más que en la crisis.

Porfirio J Gómez

07-09-21

 

Después de que el presidente mexicano López Obrador demandara a la monarquía española para que pidiese perdón por los actos que acontecieron durante la conquista y la colonia, con sus consecuencias, presencié por televisión al escritor Arturo Pérez Reverte referirse al poder hegemónico de España en América que duró 300 años.  Terminadas las guerras de los sublevados, el imperio se disolvió en una veintena de naciones anárquicas y el plan de Bolívar por una federación de estados hispanoamericanos no pasó de un sueño (como también se malogró la Federación de las Provincias Unidas de América Central), a causa de la falta de solidaridad, la sobrada envidia, la traición obtusa, la saña contra el que piensa diferente, la rapiña desenfrenada y el sabotaje a toda pretendida unión, males que hasta la fecha, después de 200 años, sirvieron de lastre para poder gobernarse a sí mismas, subraya el escritor murciano y, por lo tanto, no cabe cargar toda la culpa a España. 

 

¿Participó el pueblo llano en la construcción de las nuevas naciones?  Por supuesto que no, salvo el de proveer reclutas, para morir en el anonimato, en las guerras civiles de caudillos torpes y esperpentos.  El pueblo no tuvo más remedio que cambiar de patrón, bajo el peso de una oligarquía criolla ilustrada y confesional, y de unos caciques locales matreros, mientras los menos favorecidos han sido y, como ahora, están abandonados a su suerte.  El cambio resultó en que todo debía permanecer igual o peor.

 

Dentro de este panorama, atrabiliario y oprobioso, se circunscribe la historia de cada nación de este Nuevo Mundo.   Naciones en busca de su propia identidad, frágiles e inseguras en su devenir, pese al avance de la modernidad.  Es también la historia de Nicaragua, dislocada, dramática y patética hasta hoy.  La historia de Nicaragua que ha sido escrita y re-escrita por los ideólogos del momento, sin contexto, con escenarios vacíos y a capricho del poderoso de turno, que pugna por apologizar “sus hazañas” sin mirar la fea realidad que le rodea, a espaldas del pasado y destruyendo el legado del mestizaje.  Son los inquisidores de nuevo cuño, esos que se creen dueños de la vida y reparten la muerte con odio visceral.

 

¿Qué pasó, doliente Patria, del vergel tropical que absortos y admirados los españoles confundieron con el paraíso?  El cronista Pascual de Andagoya describió a Nicaragua como el paraíso de Mahoma, con sus plácidos lagos y rugientes volcanes.  ¿Y qué tenemos hoy después de 200 años de gobiernos “independientes”?  Ni siquiera hemos tenido el esmero de proteger la geografía, el ambiente natural y la población.  Hemos vivido de espaldas al pasado sin rescatar sus lecciones, la historia la hemos retorcido al punto de olvidarla entre los escombros y el asedio, como expresó el poeta Pablo Antonio Cuadra, abogando por rehacer la historia de nuestra identidad, tarea que ha sido el norte del Dr. Jaime Incer, y no solo la historia sino también el marco territorial y étnico. 

 

Impenitentes como somos, nos parece racional vivir entre las patas de los caballos, del lado de uno o de otro poder hegemónico, según convenga al gobernante, más dictador que estadista,  y aun así hablamos de soberanía.  Lo cierto es que no hemos podido darnos, en 200 años, un gobierno republicano y democrático que supere el problema del atraso y la pobreza, a través de la educación y la información, del diálogo, el debate y el consenso, del reconocimiento de “el otro”, con todas sus prerrogativas como ciudadano libre y pensante.  Y  de este modo alcanzar el respeto y el reconocimiento de todo el mundo.  Porque “si la Patria es pequeña, uno grande la sueña”.  Sin embargo, en lugar de ser constructores de un país fuerte y generoso, con justicia y equidad, nos complace menoscabar la dignidad del adversario y ejercer el papel de jueces y verdugos, no solo en política partidaria sino en todos los estamentos de la sociedad.  Entonces, necesitamos cambiar, transformarnos, para que todo cambie sin solución de continuidad.<>

 

Wednesday, September 8, 2021

LA PUERTA NEGRA - UN CUENTO DE CLEMENTINA RIVAS FRANCO


                                                                        LA PUERTA NEGRA

Por Clementina Rivas Franco

 

Treinta años llevaba repartiendo el correo por calles, avenidas y callejones sin encontrar ningún tropiezo o alteración en las direcciones, nombres ni apellidos; pero en esta ocasión, al hacer la selección de las cartas se encontró con un problema… Ante sus ojos tenía un sobre amarillo sin remitente, ni destinatario por quien preguntar. La dirección, era la siguiente: Final de la Calle Central Este 3020, segundo piso «La Puerta Negra». Dispuesto a no darse por vencido partió veloz con su bolsón de correspondencia al hombro, y en su boca el tarareo incesante de sus canciones románticas, boleros y tangos que lo identificaban en el sector como el cartero feliz. 

 

Así, durante todo el día fue repartiendo la correspondencia golpeando puertas, subiendo y bajando escaleras, hasta que a eso de las cuatro de la tarde se percató que    ya estaba casi al final de la calle indicada en el último sobre por entregar; contento y sin prisa comenzó a cantar los números de las casas: 30l4; 30l5; 3016; 30; 30… ¡Aquí está el 3020!: Veloz subió de dos en dos las escaleras para buscar en el segundo piso, la famosa «Puerta Negra» Pero, para sorpresa suya, vio que todas eran negras; dando prisa a su curiosidad, golpeó la puerta doble que le pareció era la principal, y como no obtuvo respuesta, la haló con cuidado encontrándose que estaba frente a una gran sala de teatro repleta de espectadores. Sin pensarlo buscó asiento en las butacas de la última fila con la intención de sentarse a ver la obra.

 

Sin  embargo,  lo  acogedor  de  las  sillas  y  el  brrish  brrish  del  aire  lo hicieron dormir profundamente, hasta que los atronadores aplausos, ¡hurras!, y comentarios del público lo despertaron al tiempo que se encendían  las  luces  y  caía  el telón.  El  cartero con pesar vio a derecha e izquierda, se puso de pie y, echándose su bolsón vacío al hombro abandonó el  teatro  a  toda prisa.

Ya  en  la  calle  dio  de  nuevo  un  vistazo  al  sobre pendiente de    entrega constatando que todo estaba en regla. Pero cuando se disponía a retirarse del lugar, un parpadeo de luces  rojas y  amarillas lo obligó a echar una mirada hacia lo alto y vio que la luminosidad provenía de una gran marquesina, donde con danzarinas y llamativas luces de neón se anunciaba el súper estreno de  la  obra de teatro  «LA PUERTA NEGRA»

 

¡Jajajá jajajá  jejé!  Riéndose por la broma que le habían jugado, enrumbó los  pasos hacia su casa preguntándose quién   había  sido  el  gracioso que, anónimamente, lo había invitado a entrar en la famosa puerta negra.

 

 

Clementina Rivas Franco (publicado EN LA PRENSA LIT. DOM.26 de junio

Montreal, 24 de Junio’2010

Wednesday, September 1, 2021

Aurora - Por Benjamin de la Selva

 

Aurora

No sé por qué, un apacible amanecer de verano sentí la premura de descender al sótano de la antigua casa que yo alquilaba en Monterrey, California. Después de curiosear un buen rato y sin saber lo que buscaba, encontré en el fondo de un abandonado baúl de madera una vieja y desteñida camiseta de algodón, oculta bajo un rimero de ropa usada. Con mucho cuidado la separé del montón, temeroso de constatar lo que sospechaba haber visto grabado en la prenda: la imagen de una preciosa mujer que yo había conocido durante mi adolescencia y cuyo nombre era Aurora. Sin duda alguna era su retrato, pero su imagen se veía algo desmejorada y ahora lucía como una mujer de treinta y no como la mozuela que yo recordaba. Si bien sus rasgos seguían siendo los mismos, su apariencia era severa y no chispeante y su mirada más bien tristona que risueña. Más asombroso aún era el hecho de que al reverso de la camiseta aparecía un osito panda comiendo varas de bambú. Pues todavía recuerdo que con mucha ternura Aurora solía cantarle un arrullo a un osito panda de peluche. Tampoco sin saber por qué, tuve la precaución de anotar la fecha y la hora de la misteriosa circunstancia en un pizarrón que colgaba de una de las paredes de esa covacha subterránea. ¿Qué podría estar haciendo su imagen en ese solitario lugar? ¿Cómo habría llegado hasta allí? Yo tenía más de quince años de no verla, pero el inesperado «ramalazo» de su recuerdo

me golpeó severamente, resultando en una procesión de pesadillas que noche tras noche me producían un sudor helado.

El baúl había pertenecido a un señor centroamericano, propietario de esa casa allá por el año 50. Poco antes de fallecer le había vendido la casa al dueño actual, pero había dejado en el sótano una vasta cantidad de pertenencias, incluyendo el susodicho cofre de madera.

Después de este inesperado hallazgo, dondequiera que yo fuera me parecía ver el rostro de Aurora, entre las multitudes de las calles, detrás de las estatuas de los parques y, a veces, cuando pasaba un microbús destartalado, atestado de pasajeros. Sin duda, fue en uno de mis sueños que recibí una llamada de Aurora, quien no terminaba de sorprenderse cuando al principio le dije que había reconocido su voz. No me extraña que en este momento no pueda recordar si esa llamada fue antes o después de su muerte, pues años más tarde me enteré de que realizando su trabajo de aeromoza había perecido en un accidente aéreo.

De todas formas, en ese entonces yo a menudo caía en tal estado de agotamiento mental que curiosamente sólo cesaba cuando descendía al sótano a frotar la descolorida prenda. Al instante mi ánimo cambiaba de un estado terrible de agitación, acompañado de un precipitado palpitar del corazón, a un estado de paz y abundante calma. Era como si ese trapo viejo poseyera una textura mágica que al tocarlo me cambiaba de un ente nervioso a un ser humano sosegado, sereno. Con el pasar del tiempo aprendí a gobernar mis sentimientos hasta el punto en que yo creí que mi vida había vuelto a un estado normal. Empecé otra vez a libar con mis viejos amigos, salí con mujeres, pero sin éxito porque no podía borrar de mi mente esa imagen de Aurora. Después de todo, me di cuenta de que no podía olvidarla. Y así fue que en un momento de alteración y ansiedad me desesperé tanto que decidí ingresar de voluntario a una brigada de paracaidistas del ejército de los Estados Unidos. Mas, de alguna manera las alucinaciones causadas por esa vieja prenda persistían, y la imagen de Aurora me acompañaba dondequiera que yo estuviera. Veía su cara en el campo de entrenamiento básico, de igual forma la veía entre las nubes cuando saltaba de aeroplanos, y aun en las villas y pueblos de Indochina.

La inquietud me duraba varios días después de cada delirio y persistió durante todo el año entero que permanecí en Vietnam. Así que esa aparición se sumó al tormento que sufría durante los interminables días y noches de la guerra.

Mis vicisitudes de Vietnam ya en el pasado y ahora otra vez de regreso a la vida civil, un presentimiento me impulsó a visitar los alrededores de la casa rústica que yo alquilaba antes de ir a la guerra, y al ver el rótulo anunciando que la casa estaba en venta, el corazón me empezó a palpitar vigorosamente. La vecindad era tan apacible como antes, tanto que los trinos y gorjeos de los pájaros se podían oír por encima de los otros sonidos ambientales del entorno. Yo tenía suficiente dinero ahorrado y a punto estuve de comprar la casa, pero me conformé con pedirle permiso al dueño, un viejo de ochenta años, para darle un vistazo a la pieza subterránea.

Con gran cautela bajé por las empinadas gradas mientras el corazón me palpitaba en una cadencia interrumpida. El cofre estaba aún allí, pero ahora con la tapadera abierta y totalmente vacío. El actual dueño me confesó que dos familiares del propietario anterior habían andado buscando a éste por años y finalmente habían logrado encontrar a alguien con conocimiento de su vida y muerte. Un mes antes, esos dos hombres habían aparecido en el umbral de su puerta, obstinados en llevarse las pertenencias que quedaban del finado pariente. Y al ofrecerle al dueño una modesta suma de dinero pudieron llevarse todo lo que había en la pieza, incluyendo el rimero de ropa encerrado en el baúl de marras.

Mis ataques de angustia y sobresaltos continuaron peor que antes y, ante la imperiosa necesidad de averiguar el paradero de la camiseta aludida, le pregunté al octogenario adónde se habían llevado los hombres los efectos personales del difunto. De hecho, ellos le habían dado instrucciones a él de que empacara y luego enviara las pertenencias por correo terrestre a una ciudad centroamericana, cuyo nombre el discreto señor no podía recordar en ese momento.

Un par de semanas después y tras varios viajes a la oficina de correos de Monterrey, obtuve un recibo desgarrado que indicaba la dirección a la cual se había remitido el encargo. Decía así: «De donde

era la farmacia ‘Joey the Rabbit’ antes del terremoto, 40 varas al norte». Lamentablemente, los nombres de la ciudad y del país habían desaparecido al romperse el recibo.

Ya tenso y agotado después de muchas noches de desvelo, yo aún no empezaba a conjeturar dónde habían ido a parar las pertenencias. Reanudé mi mala costumbre de echarme mis buenos tragos y una noche observé que la misma taberna donde yo glorificaba a Baco también la frecuentaba un joven compañero de armas. Al describirle la esencia del asunto, el ex soldado de inmediato ubicó la respuesta. Reveló él haber viajado frecuentemente por todos los países de Latinoamérica y dijo saber de solamente una capital en donde las calles y los caminos no tenían nombre. La ciudad era Managua, Nicaragua, que además había sido arrasada por un terremoto algunos años atrás. Sin duda, esa información le agregó más tensión a mi ya sofocada existencia. Al día siguiente empecé a leer libros sobre Nicaragua, de su clima húmedo y tropical, ambiente lluvioso, caminos angostos y polvorientos, aire contaminado, gobierno inestable, y de gente radiante y amigable.

Saqué del banco todos mis ahorros y un amanecer de primavera me dirigí rumbo a Managua en un vuelo directo, seguro de encontrar cerca de la farmacia «Joey the Rabbit» el remedio para todos mis males. Ya que mis reservas eran escasas, sólo podía hospedarme en un hotel de tercera clase. Sin mucho entusiasmo decidí sufrir algunas de las penurias, a las que ya me había acostumbrado en la guerra, a cambio de un alojamiento económico. Con la ayuda de un guía local, la primera mañana la pasé buscando el nombre de la referida farmacia en las páginas amarillas del libro de teléfonos. Al no encontrarlo se me ocurrió que posiblemente en Nicaragua no había farmacias con nombres en inglés. Así que buscamos todas las posibles traducciones al español: Pepe Conejo, el Conejo Pepe, José Conejo, José Liebre…, pero sin éxito.

Desesperado, a causa de la infructuosa búsqueda, me alejé del hotel y abordé un autobús que me llevó de un lado al otro de la ciudad, pero sin saber a ciencia cierta adonde me dirigía. Me bajé enfrente del mercado central y anduve sin rumbo por horas, dando vueltas alrededor de expendios de comida, y ventas de ropa y de toda cosa imaginable.

Había estado en el mercado escasamente cuatro horas cuando me percaté de repente que en cada mujer veía el rostro de Aurora. La vi en su niñez, en su adolescencia, juventud y madurez, como si viera todas las caras desaparecidas desde la primera vez que la conocí. Pero lo que me dejó más perplejo fue un vendedor ambulante de relojes que entonaba cada dos minutos el siguiente pregón, «Compre relojes para su señora, ya que se llame Elisa o Aurora». Un sentimiento de ambivalencia se apoderó de mí por unos momentos. Todas esas dobles de Aurora me miraban intensamente como si me hubieran conocido alguna vez en el pasado. ¿Andaba yo en busca de Aurora o ella en busca de mi persona? Dichosamente el pensamiento sólo duró un corto tiempo.

Ya de vuelta al hotel el guía había hecho algunas indagaciones. Por ejemplo, la farmacia «Joey the Rabbit» no podía aparecer en la guía de teléfonos ya que ésta no había sido publicada sino hasta después del terremoto del 72. De modo que teníamos que buscar la localidad del sitio antes del siniestro. Lo más lógico fue ir a la oficina central de correos de Managua, donde nos recibió un veterano con cuarenta años de experiencia en ese negocio. Al preguntarle, él nos aseguró que nunca había oído el nombre de tal farmacia. Sí sugirió que exploráramos otras ciudades aledañas, donde tampoco se usaban nombres de calles en las direcciones.

Aún no habían pasado tres semanas cuando nuestra labor de sabuesos novicios nos apuntó hacia la ciudad de Masaya, en donde había existido una farmacia con ese nombre anglosajón. No obstante, antes del terremoto el último propietario le había cambiado el nombre a farmacia «José Conejo». Había estado situada en la contra esquina de la iglesia San Miguel, sitio que ahora ocupaba una pulpería.

Así con ese conocimiento nos fuimos para Masaya. Y ya estábamos por llegar a la iglesia San Miguel cuando sentí que la conclusión de la búsqueda ya estaba en la etapa final. A cada paso el corazón me latía como si fuera a salírseme del pecho, pues sin haber caminado aún 40 varas al norte de la iglesia divisamos una casa verde con verjas de hierro y portón blanco por entrada. Sin encontrar un timbre o un lugar donde tocar a la puerta, con voz calmada, aunque fuerte el guía gritó: «¡Buenas!, ¿se encuentra alguien en casa?» La empleada, una señora

madura, se acercó al portón y quiso saber lo que deseábamos. Ya para entonces yo estaba tan perplejo que no sabía cómo empezar a explicarle lo que queríamos saber. De sopetón le pregunté si alguien con el nombre de Aurora vivía en esa casa. En seguida nos invitó a entrar y dijo que allí vivía su ama de casa, Elisabet María Paredes, una divorciada que pasaba de los cuarenta años, con su hija Rocío, una chiquilla de escasamente cuatro años. Sin vacilar, la empleada llamó a la oficina de Elisabet y nos indicó que ésta llegaría en una hora. Mientras esperábamos, noté con sobresalto que en la pieza contigua una niña - ¿Rocío? - jugaba con un osito panda y entonaba la siguiente canción: «Míralo como se mueve y anda, igual que un osito panda». Ya un poco más alerta empecé a observar todo lo que había en la sala. Colgadas en la pared se encontraban varias fotografías, incluyendo una de Elisabet con Rocío en sus brazos, tomada en una sala de hospital. Como indicando el día de nacimiento de la nena, la foto estaba fecha el 27 de septiembre de 1970. De súbito sentí una terrible sensación y como un relámpago la mente me trasladó al día en que descubrí la camiseta en el sótano. Esa era la fecha que yo había anotado en la abandonada pizarra.

Completamente absorto estaba en mis pensamientos cuando Elisabet se apareció a las seis de la tarde y al instante fue a besar a su hija. Para mi desmedido asombro, Elisabet llevaba puesta la camiseta con la imagen de Aurora al frente, y, al reverso, la de un osito panda comiendo bambú. En ese preciso momento fue cuando noté que Elisabet no era Elisabet y que Rocío no era Rocío, sino que ambas eran Aurora. Las viejas sensaciones de inquietud, desesperación y ansiedad me empezaron a visitar de nuevo.

En aquel confuso momento, impulsado por ese ya vivido doloroso trance me le acerqué a Elisabet queriéndole tocar la camiseta. Pero cuando ya casi agarraba una de las mangas un violento terremoto sacudió la tierra y súbitamente me desperté en el sillón de un aeroplano, en un vuelo con rumbo a no sé dónde. Pues acaeció que una de las azafatas me había zarandeado para arrebatarme del sueño surrealista que en ese momento me atormentaba. Y al brotar de mi estupor, con gran desconcierto observé un aire tan familiar en su presencia, que me hizo exclamar, «!Aurora!»

A lo que respondió la atractiva joven, «No, mi nombre es Alba» y se alejó para asistir a otros pasajeros. En aquel sillón me quedé postrado, descontrolado y confuso hasta el final del vuelo, preguntándome si Aurora, Elisabet, Rocío, y ahora Alba podrían ser la misma persona.

El sueño me pareció tan verdadero como cualquier otra experiencia de mi vida. De pronto saqué en claro que de todas las pesadillas que había tenido después de regresar de la guerra, ésta era la más simbólica y sorprendente. ¿Es posible que haya estado obsesionado con una relación personal que no se terminaba y que mi alma andaba buscando la manera de descifrar el enigma? Con sentimientos ambivalentes tuve la esperanza y el temor de que otro sueño similar me mostrara la conclusión de esta intrigante saga psicológica.

"HOMBRES Y MUJERES QUE HAN CREADO EL VALEROSO ESPÍRITU LEONÉS" --TERCERA ENTREGA.

 Las ciudades, como los seres humanos, tienen fisonomía y espíritu, características que generalmente identifican a quienes crecen en ellas m...