En Managua, la capital de
Nicaragua, al anochecer del viernes 22 de diciembre de 1972, llegó a la sala
general de emergencias una joven mujer que había sufrido graves quemaduras. Era
de rasgos finos, alta y rubia. A pesar de estar padeciendo terribles dolores,
no hacía alarde de ello, ni exteriorizaba con gritos sus sufrimientos. Los que
esperaban en la sala se percataron de ella solamente hasta que se fue
resbalando de su asiento lentamente. Entonces, se dieron cuenta de tres cosas: 1) que la mujer había perdido el conocimiento; 2)
que estaba en avanzado estado de embarazo; y 3) que nadie la acompañaba.
Los camilleros que debían llevarla donde el médico
de turno, trataron infructuosamente de averiguar cómo y con quién había llegado
la mujer hasta el hospital. Preguntaron a todo el personal de admisión; a los
ayudantes de enfermería y a los encargados de limpieza, sin obtener ningún
dato. Ni las “refresqueras”, ni las “fruteras” de los puestos de venta en las
afueras del edificio –siempre tan enteradas de todo– supieron dar razón de cómo
había llegado hasta allí la extraña accidentada.
Cuando la enfermera encargada de admisiones
requirió de la paciente sus datos personales, no logró ninguna respuesta. La
joven, que había recobrado el conocimiento, no fue capaz de responder a una
sola de las preguntas, a pesar de que por la profunda mirada de sus grandes
ojos, parecía comprender todo.
El médico de turno examinó las enormes quemaduras
que la desconocida exhibía en el pecho y parte del abdomen. Dictaminó que estaba
muy grave y que, para poder salvar a la criatura, debían de proceder a operar
de inmediato. Se hicieron los preparativos necesarios, pero, inexplicablemente,
al empuñar el bisturí, el médico se cortó con el aparato. La herida era
profunda, y hubo de localizar a otro cirujano para que practicara la operación.
Una de las ayudantas notó que en la cara de la mujer –ya totalmente
anestesiada-, se dibujaba una enigmática sonrisa.
El joven interno a quien
llamaron para reemplazar al médico de turno, se estaba colocando los guantes,
cuando el suelo entero del hospital se estremeció pavorosamente con la sacudida
del más violento terremoto en la historia de Centroamérica. Se apagaron las
luces, se escucharon tenebrosos gritos de horror y desesperación. El edificio
se derrumbaba... En esos momentos, la mujer pareció salir de los efectos de la
anestesia, pues se medio incorporó, abrió las piernas de par en par, expulsó al
ser que llevaba en sus entrañas y dando un alarido ronco y prolongado, murió.
En las tinieblas, la monja asistente a la proyectada cesárea alzó a la
criatura, sin poder evitar un pánico sobrenatural que la hacía temblar de pies
a cabeza.
Estaba Nicaragua apenas recuperándose del brutal
sismo del 72, cuando empezaron a perturbarla los primeros brotes de una
guerrilla que fue tomando fuerzas inusitadas. Pasaron varios años durante los
cuales el ejército y los rebeldes libraron cruentos combates en los que ambos
sufrieron numerosas bajas. En ese tiempo se hizo muy popular la historia de una
niña alta y delgada que aparecía en medio de los más encarnizados combates, con
los largos cabellos rubios volándole al viento, sin más función, al parecer,
que la de estar allí al pie observándolo todo sin que su rostro revelara
emoción alguna...
Finalmente, la
perseverancia de los guerrilleros unida al rencor que el pueblo sentía por el
dictador Somoza, y, sobre todo a la antipatía que su régimen había despertado
mundialmente, propició a los rebeldes una sorpresiva victoria. El día del
triunfo, cuando el Ejército Sandinista (como se bautizaran los guerrilleros),
celebró su entrada triunfal a Managua, la niña haraposa contempló el desfile
desde el atrio de la Catedral.
Los sandinistas no trajeron a los sufridos
habitantes de Nicaragua, ni la paz, ni la igualdad, ni la bonanza que
pregonaran durante la lucha contra Somoza. Muy al contrario, debido a la
ignorancia de sus altos dirigentes, falta de experiencia en asuntos de
gobierno, a su desmedida ambición y a sus creencias marxistas, pronto el país
se vio sumido en un estado de retroceso económico vertiginoso.
En 1988 en Nicaragua la gente casi aullaba de
hambre. La miseria azotaba el país de punta a cabo. El vulgo empezó a llamar a
los sandinistas “estómagos”. Habían estancado la producción, arruinado en casi
su totalidad las fábricas, los negocios, las haciendas. Los ciudadanos
nicaragüenses abatidos por la desgracia, huían en hordas, como animales
salvajes. Pocos abandonaban el país en avión. La gran mayoría salía por tierra
cruzando Centroamérica con la esperanza de entrar a los Estados Unidos.
Así viajaron una madrugada los Turcios, desde su
natal Estelí. La hermana mayor que logró salir con anterioridad, había conseguido
un empleo en Miami y les enviaba gran parte del dinero que ganaba. Con eso se
ayudaron para pagar el transporte.
Eran diez los pasajeros
del microbús que esa madrugada abandonaron Nicaragua. A la salida de Somoto,
una jovencita flaca y andrajosa, al borde de la carretera, les hizo
desesperadas señas para que pararan. El chofer iba a seguir de largo, pero
las mujeres del grupo le pidieron que se
detuviera. La niña suplicó un aventón. Los pasajeros, gentes humildes
acostumbrados a compartir sus escasas posesiones, le hicieron un lugarcito.
Ella no llevaba ningún equipaje.
Llegaron a la ciudad de Guatemala a las ocho de la
mañana; apenas si estiraron las piernas cuando se detuvieron en el mercado por un
café. Viajaron sin parar hasta llegar a Hidalgo en tierra mexicana a eso de las
dos de la mañana. Allí se dieron otro estirón y salieron hacia la ciudad de
México donde buscaron una pensión. Alquilaron una habitación y se bañaron,
entrando al cuarto en turnos de tres en tres. El chofer durmió unas horas. Después
prosiguieron su viaje rodando casi sin descanso durante tres días y dos noches.
Tomaron un café en Monterrey y no volvieron a hacer alto hasta llegar a
Matamoros.
La jovencita casi no hablaba, pero ayudaba con los
niños. Entre todos juntaban para comprarle el café y alguna comidita. Ella
nunca se quejó de nada. Cuando llegaron cerca de la frontera con Estados
Unidos, el coyote preguntó quién era responsable de pagar la comisión de ella
para poder cruzarla al otro lado; la joven fijó en él sus enormes ojos claros,
y el hombre solamente dijo, “está bien”.
El grupo caminó a pie un poco más de un kilómetro
hasta llegar al río. A la hora indicada todos se quitaron las ropas y asieron
los neumáticos, que eran halados en cadena por el coyote guía.
Eran las ocho de la noche, las heladas aguas del
Río Bravo bañaban los cuerpos de los aventureros cumpliendo el rito
tradicional que los convertía en “espaldas mojadas”. Los inmigrantes oteaban
con ansiedad la otra orilla con el alma en un hilo, el corazón estallándoles y el
cerebro urdiéndoles mil sueños.
Caminaban ya en suelo norteamericano, cuando el
coyote los alertó:
“A los matorrales, dispérsense, tírense a los
matorrales...” El cuerpo del coyote cayó encima de la joven. Abusivamente el
facineroso quiso aprovechar la situación, le volaban las manos y jadeaba de
lujuria. La joven impávida, habló con voz queda, pero decididamente firme:
“Todavía no es mi tiempo, infeliz, apártate y déjame tranquila.” Al oírla el
hombre sintió un estremecimiento y huyó arrastrándose.
Al llegar a Casa Romero la muchacha tenía
las ropas untadas al cuerpo y temblaba de frío. En vez de una niña daba la
impresión de ser un perro callejero hambriento. La monja, al verla tuvo una
honda sensación de miedo; la jovencita en cambio, sintió un sosiego que pudo
haber sido una mezcla de alivio y dulzura, si tan solo ella hubiera conocido esos
sentimientos.
La Casa Romero en
Brownsville, Texas, era un oasis que refrescaba las almas de los arriesgados
viajeros. Había en ese local unas 150 personas de todas las nacionalidades
centro y sudamericanas. Las monjas proporcionaban albergue, ropa y comida. Los
dormitorios eran separados para varones y mujeres. Los huéspedes dormían en
literas de tres pisos; los que no alcanzaban camas, dormían en el suelo. La
vida ahí comenzaba a las cinco de la mañana: todos colaboraban repartiéndose las tareas; unos se dedicaban a la
limpieza, otros a preparar las comidas. Y después que compartían un rato, se
retiraban a descansar a las ocho de la noche.
Los
que podían pagar $50.00 (dólares) eran presentados en Inmigración y partían en
pos de sus ideales.
Nadie supo cómo la muchacha obtuvo esa suma de
dinero. Alguien dijo haber escuchado que iba contratada por un hombre que hacía
negocios con las tomateras en Homestead, una ciudad de la Florida.
El viernes 22 de agosto de 1992, las estaciones de
radio y televisión de la Florida, comenzaron a difundir la noticia: Un huracán
llamado Andrew se había formado y se temía que pasara por el sur del
estado. Al principio, las personas no prestaron mucha atención. Todos los años
se presentaba la misma amenaza. El sábado, los noticieros seguían prediciendo
que Andrew constituía un serio peligro. Entonces, la mayoría de la
población se lanzó a los supermercados para prepararse. Los establecimientos
agotaron sus reservas de agua embotellada, fósforos, velas, baterías para
radios y lámparas, tanques de gas, etc. Home Depot, Builders Square y
todos los almacenes similares estaban repletos de clientes que —medio en
serio, medio en broma—, compraban lo necesario para proteger sus hogares.
El domingo a las siete de
la noche, todo el mundo estaba frente a los televisores o al lado de un radio. Andrew
–definitivamente tocaría Miami y ciudades vecinas–. Frecuentemente los
locutores leían la lista de los refugios que las ciudades brindaban a aquéllos
que los necesitaran. El Homestead Hospital no estaba listado como refugio.
Sin embargo, a eso de las once de la noche, la sala de espera de emergencias
estaba atestada de gentes que habían decidido buscar albergue en ese recinto.
Reinaba un ambiente de caos. El personal del hospital, nervioso por la invasión
de personas, trataba por todos los medios de organizarse y guardar la calma.
Nadie pudo precisar, exactamente, cuándo ni con quién había llegado hasta allí,
la joven mujer que yacía inconsciente en la sala de emergencias. Tenía el
cuerpo cubierto de quemaduras, era alta, rubia y estaba en avanzado estado de
embarazo. En vano trataron de interrogar a la paciente sobre su origen y
domicilio; en vano trataron de localizar a alguien que la conociera o supiera
de ella. Inmóvil sobre la camilla, clavaba su mirada profunda en la persona que
le hablaba, pero no contestaba nada. El médico que la atendía ordenó prepararla
inmediatamente, para practicarle una cesárea, intentando así salvar a la
criatura.
Los vientos comenzaron a arreciar. Silbaban las
palmeras, doblegándose ante la furia de la naturaleza. Andrew estaba
atravesando Homestead a una velocidad de 180 millas por hora.
El galeno, empezó a calzarse los guantes... Una
enigmática sonrisa se dibujó en el rostro de la paciente, quien ya se
encontraba bajo los efectos de la anestesia...
Volaban los techos de las
casas, crujían las paredes, árboles enormes eran arrancados de cuajo. Se
escuchó un estruendo como si un gigantesco tren pasara por encima del edificio,
parpadearon las luces... En ese instante la mujer se incorporó, abrió las
piernas de par en par, lanzó un gutural alarido y parió.
La luz se fue... Cuando, el generador de
electricidad del hospital para casos de emergencia empezó a funcionar, las
enfermeras se dieron cuenta de que la parturienta había muerto. El médico
temblaba como las hojas de los árboles azotadas por la tormenta; lívido de
pánico, sostenía en sus brazos a la niña recién nacida... Y recordaba otro
nacimiento similar, ocurrido veinte años atrás en el hospital general de
Managua, Nicaragua.
Coral Gables, Florida 1992