Wednesday, September 1, 2021

Aurora - Por Benjamin de la Selva

 

Aurora

No sé por qué, un apacible amanecer de verano sentí la premura de descender al sótano de la antigua casa que yo alquilaba en Monterrey, California. Después de curiosear un buen rato y sin saber lo que buscaba, encontré en el fondo de un abandonado baúl de madera una vieja y desteñida camiseta de algodón, oculta bajo un rimero de ropa usada. Con mucho cuidado la separé del montón, temeroso de constatar lo que sospechaba haber visto grabado en la prenda: la imagen de una preciosa mujer que yo había conocido durante mi adolescencia y cuyo nombre era Aurora. Sin duda alguna era su retrato, pero su imagen se veía algo desmejorada y ahora lucía como una mujer de treinta y no como la mozuela que yo recordaba. Si bien sus rasgos seguían siendo los mismos, su apariencia era severa y no chispeante y su mirada más bien tristona que risueña. Más asombroso aún era el hecho de que al reverso de la camiseta aparecía un osito panda comiendo varas de bambú. Pues todavía recuerdo que con mucha ternura Aurora solía cantarle un arrullo a un osito panda de peluche. Tampoco sin saber por qué, tuve la precaución de anotar la fecha y la hora de la misteriosa circunstancia en un pizarrón que colgaba de una de las paredes de esa covacha subterránea. ¿Qué podría estar haciendo su imagen en ese solitario lugar? ¿Cómo habría llegado hasta allí? Yo tenía más de quince años de no verla, pero el inesperado «ramalazo» de su recuerdo

me golpeó severamente, resultando en una procesión de pesadillas que noche tras noche me producían un sudor helado.

El baúl había pertenecido a un señor centroamericano, propietario de esa casa allá por el año 50. Poco antes de fallecer le había vendido la casa al dueño actual, pero había dejado en el sótano una vasta cantidad de pertenencias, incluyendo el susodicho cofre de madera.

Después de este inesperado hallazgo, dondequiera que yo fuera me parecía ver el rostro de Aurora, entre las multitudes de las calles, detrás de las estatuas de los parques y, a veces, cuando pasaba un microbús destartalado, atestado de pasajeros. Sin duda, fue en uno de mis sueños que recibí una llamada de Aurora, quien no terminaba de sorprenderse cuando al principio le dije que había reconocido su voz. No me extraña que en este momento no pueda recordar si esa llamada fue antes o después de su muerte, pues años más tarde me enteré de que realizando su trabajo de aeromoza había perecido en un accidente aéreo.

De todas formas, en ese entonces yo a menudo caía en tal estado de agotamiento mental que curiosamente sólo cesaba cuando descendía al sótano a frotar la descolorida prenda. Al instante mi ánimo cambiaba de un estado terrible de agitación, acompañado de un precipitado palpitar del corazón, a un estado de paz y abundante calma. Era como si ese trapo viejo poseyera una textura mágica que al tocarlo me cambiaba de un ente nervioso a un ser humano sosegado, sereno. Con el pasar del tiempo aprendí a gobernar mis sentimientos hasta el punto en que yo creí que mi vida había vuelto a un estado normal. Empecé otra vez a libar con mis viejos amigos, salí con mujeres, pero sin éxito porque no podía borrar de mi mente esa imagen de Aurora. Después de todo, me di cuenta de que no podía olvidarla. Y así fue que en un momento de alteración y ansiedad me desesperé tanto que decidí ingresar de voluntario a una brigada de paracaidistas del ejército de los Estados Unidos. Mas, de alguna manera las alucinaciones causadas por esa vieja prenda persistían, y la imagen de Aurora me acompañaba dondequiera que yo estuviera. Veía su cara en el campo de entrenamiento básico, de igual forma la veía entre las nubes cuando saltaba de aeroplanos, y aun en las villas y pueblos de Indochina.

La inquietud me duraba varios días después de cada delirio y persistió durante todo el año entero que permanecí en Vietnam. Así que esa aparición se sumó al tormento que sufría durante los interminables días y noches de la guerra.

Mis vicisitudes de Vietnam ya en el pasado y ahora otra vez de regreso a la vida civil, un presentimiento me impulsó a visitar los alrededores de la casa rústica que yo alquilaba antes de ir a la guerra, y al ver el rótulo anunciando que la casa estaba en venta, el corazón me empezó a palpitar vigorosamente. La vecindad era tan apacible como antes, tanto que los trinos y gorjeos de los pájaros se podían oír por encima de los otros sonidos ambientales del entorno. Yo tenía suficiente dinero ahorrado y a punto estuve de comprar la casa, pero me conformé con pedirle permiso al dueño, un viejo de ochenta años, para darle un vistazo a la pieza subterránea.

Con gran cautela bajé por las empinadas gradas mientras el corazón me palpitaba en una cadencia interrumpida. El cofre estaba aún allí, pero ahora con la tapadera abierta y totalmente vacío. El actual dueño me confesó que dos familiares del propietario anterior habían andado buscando a éste por años y finalmente habían logrado encontrar a alguien con conocimiento de su vida y muerte. Un mes antes, esos dos hombres habían aparecido en el umbral de su puerta, obstinados en llevarse las pertenencias que quedaban del finado pariente. Y al ofrecerle al dueño una modesta suma de dinero pudieron llevarse todo lo que había en la pieza, incluyendo el rimero de ropa encerrado en el baúl de marras.

Mis ataques de angustia y sobresaltos continuaron peor que antes y, ante la imperiosa necesidad de averiguar el paradero de la camiseta aludida, le pregunté al octogenario adónde se habían llevado los hombres los efectos personales del difunto. De hecho, ellos le habían dado instrucciones a él de que empacara y luego enviara las pertenencias por correo terrestre a una ciudad centroamericana, cuyo nombre el discreto señor no podía recordar en ese momento.

Un par de semanas después y tras varios viajes a la oficina de correos de Monterrey, obtuve un recibo desgarrado que indicaba la dirección a la cual se había remitido el encargo. Decía así: «De donde

era la farmacia ‘Joey the Rabbit’ antes del terremoto, 40 varas al norte». Lamentablemente, los nombres de la ciudad y del país habían desaparecido al romperse el recibo.

Ya tenso y agotado después de muchas noches de desvelo, yo aún no empezaba a conjeturar dónde habían ido a parar las pertenencias. Reanudé mi mala costumbre de echarme mis buenos tragos y una noche observé que la misma taberna donde yo glorificaba a Baco también la frecuentaba un joven compañero de armas. Al describirle la esencia del asunto, el ex soldado de inmediato ubicó la respuesta. Reveló él haber viajado frecuentemente por todos los países de Latinoamérica y dijo saber de solamente una capital en donde las calles y los caminos no tenían nombre. La ciudad era Managua, Nicaragua, que además había sido arrasada por un terremoto algunos años atrás. Sin duda, esa información le agregó más tensión a mi ya sofocada existencia. Al día siguiente empecé a leer libros sobre Nicaragua, de su clima húmedo y tropical, ambiente lluvioso, caminos angostos y polvorientos, aire contaminado, gobierno inestable, y de gente radiante y amigable.

Saqué del banco todos mis ahorros y un amanecer de primavera me dirigí rumbo a Managua en un vuelo directo, seguro de encontrar cerca de la farmacia «Joey the Rabbit» el remedio para todos mis males. Ya que mis reservas eran escasas, sólo podía hospedarme en un hotel de tercera clase. Sin mucho entusiasmo decidí sufrir algunas de las penurias, a las que ya me había acostumbrado en la guerra, a cambio de un alojamiento económico. Con la ayuda de un guía local, la primera mañana la pasé buscando el nombre de la referida farmacia en las páginas amarillas del libro de teléfonos. Al no encontrarlo se me ocurrió que posiblemente en Nicaragua no había farmacias con nombres en inglés. Así que buscamos todas las posibles traducciones al español: Pepe Conejo, el Conejo Pepe, José Conejo, José Liebre…, pero sin éxito.

Desesperado, a causa de la infructuosa búsqueda, me alejé del hotel y abordé un autobús que me llevó de un lado al otro de la ciudad, pero sin saber a ciencia cierta adonde me dirigía. Me bajé enfrente del mercado central y anduve sin rumbo por horas, dando vueltas alrededor de expendios de comida, y ventas de ropa y de toda cosa imaginable.

Había estado en el mercado escasamente cuatro horas cuando me percaté de repente que en cada mujer veía el rostro de Aurora. La vi en su niñez, en su adolescencia, juventud y madurez, como si viera todas las caras desaparecidas desde la primera vez que la conocí. Pero lo que me dejó más perplejo fue un vendedor ambulante de relojes que entonaba cada dos minutos el siguiente pregón, «Compre relojes para su señora, ya que se llame Elisa o Aurora». Un sentimiento de ambivalencia se apoderó de mí por unos momentos. Todas esas dobles de Aurora me miraban intensamente como si me hubieran conocido alguna vez en el pasado. ¿Andaba yo en busca de Aurora o ella en busca de mi persona? Dichosamente el pensamiento sólo duró un corto tiempo.

Ya de vuelta al hotel el guía había hecho algunas indagaciones. Por ejemplo, la farmacia «Joey the Rabbit» no podía aparecer en la guía de teléfonos ya que ésta no había sido publicada sino hasta después del terremoto del 72. De modo que teníamos que buscar la localidad del sitio antes del siniestro. Lo más lógico fue ir a la oficina central de correos de Managua, donde nos recibió un veterano con cuarenta años de experiencia en ese negocio. Al preguntarle, él nos aseguró que nunca había oído el nombre de tal farmacia. Sí sugirió que exploráramos otras ciudades aledañas, donde tampoco se usaban nombres de calles en las direcciones.

Aún no habían pasado tres semanas cuando nuestra labor de sabuesos novicios nos apuntó hacia la ciudad de Masaya, en donde había existido una farmacia con ese nombre anglosajón. No obstante, antes del terremoto el último propietario le había cambiado el nombre a farmacia «José Conejo». Había estado situada en la contra esquina de la iglesia San Miguel, sitio que ahora ocupaba una pulpería.

Así con ese conocimiento nos fuimos para Masaya. Y ya estábamos por llegar a la iglesia San Miguel cuando sentí que la conclusión de la búsqueda ya estaba en la etapa final. A cada paso el corazón me latía como si fuera a salírseme del pecho, pues sin haber caminado aún 40 varas al norte de la iglesia divisamos una casa verde con verjas de hierro y portón blanco por entrada. Sin encontrar un timbre o un lugar donde tocar a la puerta, con voz calmada, aunque fuerte el guía gritó: «¡Buenas!, ¿se encuentra alguien en casa?» La empleada, una señora

madura, se acercó al portón y quiso saber lo que deseábamos. Ya para entonces yo estaba tan perplejo que no sabía cómo empezar a explicarle lo que queríamos saber. De sopetón le pregunté si alguien con el nombre de Aurora vivía en esa casa. En seguida nos invitó a entrar y dijo que allí vivía su ama de casa, Elisabet María Paredes, una divorciada que pasaba de los cuarenta años, con su hija Rocío, una chiquilla de escasamente cuatro años. Sin vacilar, la empleada llamó a la oficina de Elisabet y nos indicó que ésta llegaría en una hora. Mientras esperábamos, noté con sobresalto que en la pieza contigua una niña - ¿Rocío? - jugaba con un osito panda y entonaba la siguiente canción: «Míralo como se mueve y anda, igual que un osito panda». Ya un poco más alerta empecé a observar todo lo que había en la sala. Colgadas en la pared se encontraban varias fotografías, incluyendo una de Elisabet con Rocío en sus brazos, tomada en una sala de hospital. Como indicando el día de nacimiento de la nena, la foto estaba fecha el 27 de septiembre de 1970. De súbito sentí una terrible sensación y como un relámpago la mente me trasladó al día en que descubrí la camiseta en el sótano. Esa era la fecha que yo había anotado en la abandonada pizarra.

Completamente absorto estaba en mis pensamientos cuando Elisabet se apareció a las seis de la tarde y al instante fue a besar a su hija. Para mi desmedido asombro, Elisabet llevaba puesta la camiseta con la imagen de Aurora al frente, y, al reverso, la de un osito panda comiendo bambú. En ese preciso momento fue cuando noté que Elisabet no era Elisabet y que Rocío no era Rocío, sino que ambas eran Aurora. Las viejas sensaciones de inquietud, desesperación y ansiedad me empezaron a visitar de nuevo.

En aquel confuso momento, impulsado por ese ya vivido doloroso trance me le acerqué a Elisabet queriéndole tocar la camiseta. Pero cuando ya casi agarraba una de las mangas un violento terremoto sacudió la tierra y súbitamente me desperté en el sillón de un aeroplano, en un vuelo con rumbo a no sé dónde. Pues acaeció que una de las azafatas me había zarandeado para arrebatarme del sueño surrealista que en ese momento me atormentaba. Y al brotar de mi estupor, con gran desconcierto observé un aire tan familiar en su presencia, que me hizo exclamar, «!Aurora!»

A lo que respondió la atractiva joven, «No, mi nombre es Alba» y se alejó para asistir a otros pasajeros. En aquel sillón me quedé postrado, descontrolado y confuso hasta el final del vuelo, preguntándome si Aurora, Elisabet, Rocío, y ahora Alba podrían ser la misma persona.

El sueño me pareció tan verdadero como cualquier otra experiencia de mi vida. De pronto saqué en claro que de todas las pesadillas que había tenido después de regresar de la guerra, ésta era la más simbólica y sorprendente. ¿Es posible que haya estado obsesionado con una relación personal que no se terminaba y que mi alma andaba buscando la manera de descifrar el enigma? Con sentimientos ambivalentes tuve la esperanza y el temor de que otro sueño similar me mostrara la conclusión de esta intrigante saga psicológica.

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