Diario Las Américas Publicado
el 04-04-2009 León de
Nicaragua y su Semana Mayor
Ciudad de las
mil leyendas, embrujo de barro y sol.
Por tus calles empedradas va rodando mi
canción con cierta nostalgia indígena y un
vago deje español. |
Catedral de León, Nicaragua
La Semana Santa en mi León de
Nicaragua -ciudad provinciana de sencillas costumbres moldeadas por la religión
católica-, era una mezcla de desbordante alegría y fervor religioso. Recuerdo
vivamente aquellas de los años 50 del pasado siglo XX.
La Semana Mayor se inauguraba
oficialmente el Domingo de Ramos, día en que la ciudad entera estallaba de
piadoso entusiasmo. Las calles se aseaban con anticipación hasta que rechinaran
de limpias.
El viento agitaba miles de
banderitas confeccionadas con papel de colores y prendidas horizontalmente en
los aleros de las casas con el propósito de cubrir las calles de lado a lado y
proporcionar un poco de sombra al Divino Nazareno cuya imagen hacía el
recorrido sobre un burrito desde la Iglesia de Sutiaba hasta la Catedral
transitando la vieja Calle Real.
Mesas con llamativos manteles de
plástico eran preparadas al borde de las aceras exhibiendo toda clase de
tentaciones al paladar que iban desde las frescas rodajas de sandía y las
jugosas naranjas, mangos y jocotes, hasta el oloroso baho, el sabroso chancho
con yuca y las crujientes empanaditas que se acompañaban con cualquiera de las
refrescantes bebidas: chicha de maíz, cebada, posol, arroz con piña y las bien
heladitas gaseosas marca Flores.
Los jóvenes lanzaban serpentinas a
las muchachas a modo de piropos y éstas le devolvían la galantería con una
sonrisa que hacía recordar los versos de Rubén: “... y la más hermosa sonríe al
más fiero de los vencedores...” aunque aquí no había vencedores ni vencidos.
Todo era festividad y alegría. Comenzaba la Semana Santa en León.
Uno o dos meses antes que se
iniciaran estos festejos, la población empezaba a preparar los ajuares. Los
comerciantes experimentaban un auge tremendo en sus negocios porque lo normal
era “estrenar” comenzando desde el lazo para el cabello de las niñas, hasta los
zapatos.
Las personas pudientes estrenaban
un ajuar completo cada día de la semana. Los demás, hacían lo mejor que podían.
Pero todos participaban de la Semana Santa con inmensa devoción.
El altar mayor de la Catedral de León
El Lunes Santo, la fiesta era en
honor a San Benito, el santo negro que por trabajador, bondadoso y humilde
alcanzó la santidad. Los creyentes imploraban su ayuda y comprometían su atención
y solidaridad con promesas.
La iglesia de San Francisco, donde
era venerado, se abarrotaba de luces, no eléctricas, sino las llamadas “luces
humanas”, porque los promesantes debían vestir una gran bata blanca y portar
una vela encendida. Las cláusulas de las promesas entre persona y Santo eran
totalmente privadas. Así, algunos llevaban una escoba para barrer la iglesia,
otros entraban de rodillas, pero siempre en traje de luz y con vela.
Recuerdo que le pagué una promesa
a San Benito cuando tenía unos siete u ocho años de edad. No me acuerdo del
motivo o cuál fue el milagro recibido. Puede haber sido la cura de alguna
fiebre alta o enfermedad y que mi madre haya ofrecido la promesa, pues también
era válido “negociar” un favor con el compromiso de que otra persona “saldría
de luz” el Lunes Santo y hasta creo que podía hacerse sin previa autorización
de la persona comprometida, pero una vez hecha no se podía dejar de cumplir. El
Martes Santo se celebraba la procesión de San Pedro y la población acudía luciendo
sus mejores galas.
El miércoles quedaban cerrados los
establecimientos comerciales. Además, ese día tocaba recordar la traición de
Judas y estaba permitido contar a viva voz
ingratitudes recibidas describiendo a los que las habían infringido pero
sin mencionar nombres. Muchos rostros lucían lívidos el Miércoles Santo: unos
de la cólera al recordar los agravios y otros del temor a ser reconocido por
las descripciones...
El jueves era en extremo solemne y
la catedral se desbordaba de fieles para conmemorar la instauración de la
Eucaristía, ese regalo de su Cuerpo y su Sangre que nos dejó Jesús en la Ultima
Cena. El obispo escogía a doce jóvenes para la ceremonia de la lavada de pies
como hizo el Salvador del Mundo con sus doce apóstoles en señal de humildad.
Majestuosas esculturas en el interior de la Catedral de León
Durante todos esos días la ciudad
también estrenaba alegrías. En los parques se instalaban puestos de venta con
toda clase de comidas deliciosas, refrescos y golosinas y el algodón de azúcar
que yo encontraba insuperablemente sofisticado y delicioso.
Pobres y ricos se mezclaban sin
reparos unidos por la devoción y el entusiasmo. Era un ambiente tan sano...
imposible de olvidar.
Recuerdo que siendo muy pequeña,
me perdí entre el bullicio de las celebraciones. Afligida rompí a llorar.
Un borrachito que pasaba a mi lado
me preguntó por qué lloraba. “No encuentro a mi mamá ni a mis hermanas”, le
dije. Me aseguró que me ayudaría y me preguntó el nombre de mi padre. Al
decírselo me tomo de la mano y me llevó a mi casa. ¡Qué tiempos aquellos!
Pero si los primeros días de la
Semana Santa eran de fiesta y alegría, el Viernes Santo ofrecía un contraste
total. A partir de la media noche del jueves la ciudad se silenciaba por
completo. Se apagaba la radio. Nadie osaba entonar una canción ni silbar. Se
cuidaba de que los pequeños no alborotaran y se hablaba en tono quedo. No había
pleitos ni palabrotas. Se acudía a escuchar el Sermón de las Siete Palabras o
Sermón del Descendimiento tras el que bajaban de la Cruz la imagen del Señor y
la llevaban en impresionante solemnidad por los alrededores de la catedral en
la Procesión del Santo Entierro encabezada por el cabildo eclesiástico y, al
final, el obispo.
Ni automóviles ni coches
circulaban las calles y las personas procuraban caminar despacio. A los niños
se les recordaba no correr “para no pisar a Cristo que estaba en el suelo”.
Creo que ni nos bañábamos, aunque eso tal vez fuera una manera de la muchachada
de aprovechar la oportunidad.
De lo que sí estoy perfectamente
segura era de la intención por demostrar un respeto profundo a la Pasión de ese
Dios que había permitido la inmolación de su Hijo para redimir a la humanidad
del pecado y hacerla merecedora de la vida eterna.
ANECDOTAS Y TRADICIONES
Fuertes eran las anécdotas
rememoradas con voz temerosa ese gran día sobre los que osaban romper la severa
tradición de respeto al Viernes Santo.
El campisto que se atrevió a salir
en su caballo en busca de una vaca que se le había extraviado no regresó jamás
a su rancho y apareció ahorcado de un árbol altísimo. La joven lavandera que
desafió la tradición y no quiso interrumpir su tarea fue arrastrada
inmisericordemente por unos brazos invisibles que la sumergieron en lo más
profundo del río haciéndola desaparecer bajo la fuerte corriente.
Un impío cazador que horrorizó a
la población por desdeñar el consejo de no salir de caza hasta después de que
la iglesia cantara el “Gloria”, que entonces se hacía el sábado, se atravesó su
propia cabeza en el primer disparo...
¿SERA POSIBLE...?
Crecí observando esas leyes del
Viernes Santo y aunque, lógicamente, las fui ajustando de acuerdo a la vida
moderna, he procurado no trabajar ni asistir a festejos ese día. Sorprendentemente
logré hacerlo hasta hace unos años cuando, obligada por las circunstancias,
tuve que ir a la oficina que administraba, aquí en Miami, donde resido.
Al principio sentí cierta
aprensión pero con el trajín del día olvidé que era Viernes Santo y me enfrasqué
en mi trabajo máxime cuando mi computadora pareció haberse vuelto loca y me
colocaba mal las letras. Al pulsar una R en la pantalla aparecía una D. Repetí
el documento más de cinco veces fijándome cuidadosamente y... nada. Llamé al
departamento de reparaciones para reportar el mal funcionamiento pero me
informaron que el encargado se hirió un dedo y estaba en la enfermería.
En ese momento Liliana, la
recepcionista, vino a dejarme saber que la fotocopiadora estaba atascada y no
había forma de lograr sacar los papeles arrugados. Conversando con ella estaba
cuando escuché el grito de Manny, uno de mis compañeros, al resbalar en el piso
de la cocina. Alguien colocó mal el botellón de agua que se había vaciado
anegando la estancia.
Bajé un momento a pedir que nos
ayudaran con el desastre y al tomar el elevador la luz parpadeó brevemente; el
aparato en vez de llevarme a la planta baja subió como un tiro hasta el
penthouse. Cuando al fin regresé a mi escritorio noté que las tarjetas que
estaba organizando alfabéticamente, estaban en el suelo confundiéndose de
nuevo.
Agotada, agradecí la decisión de
los jefes de acortar el día cerrando temprano la oficina. Subí a mi automóvil
dispuesta a escuchar música relajante y cuando encendí la radio oí la conocida
voz de Betty Pino pidiendo
disculpas a los oyentes por las fallas de trasmisión debido a que habían estado
experimentando todo el día problemas con sus computadoras.
Repentinamente recordé que era
Viernes Santo y se me erizó la piel. De golpe mi mente se pobló con los
recuerdos de mi querido y lejano León de Nicaragua...
El reloj de mi auto marcaba las
tres de la tarde.