Diario Las Américas
León de Nicaragua y su Semana Mayor
Ciudad de las
mil leyendas, embrujo de barro y sol.
Por tus calles empedradas va rodando mi
canción con cierta nostalgia indígena y un
vago deje español.
(Fragmento del poema a León de Alicia Prado Sacasa) |
Por GinaSacasa-Ross
La Semana Santa en
mi León de Nicaragua -ciudad provinciana de sencillas costumbres moldeadas por
la religión católica-, era una mezcla de desbordante alegría y fervor
religioso. Recuerdo vivamente aquellas de los años 50 del pasado siglo XX.
La
Semana Mayor se inauguraba oficialmente el Domingo de Ramos, día en que la
ciudad entera estallaba de piadoso entusiasmo. Las calles se aseaban con
anticipación hasta que rechinaran de limpias.
El
viento agitaba miles de banderitas confeccionadas con papel de colores y
prendidas horizontalmente en los aleros de las casas con el propósito de cubrir
las calles de lado a lado y proporcionar un poco de sombra al Divino Nazareno
cuya imagen hacía el recorrido sobre un burrito desde la Iglesia de Sutiaba
hasta la Catedral transitando la vieja Calle Real.
Mesas
con llamativos manteles de plástico eran preparadas al borde de las aceras
exhibiendo toda clase de tentaciones al paladar que iban desde las frescas
rodajas de sandía y las jugosas naranjas, mangos y jocotes, hasta el oloroso
baho, el sabroso chancho con yuca y las crujientes empanaditas que se
acompañaban con cualquiera de las refrescantes bebidas: chicha de maíz, cebada,
posol, arroz con piña y las bien heladitas gaseosas marca Flores.
Los
jóvenes lanzaban serpentinas a las muchachas a modo de piropos y éstas le
devolvían la galantería con una sonrisa que hacía recordar los versos de Rubén:
“... y la más hermosa sonríe al más fiero de los vencedores...” aunque aquí no
había vencedores ni vencidos. Todo era festividad y alegría. Comenzaba la
Semana Santa en León.
Uno
o dos meses antes que se iniciaran estos festejos, la población empezaba a
preparar los ajuares. Los comerciantes experimentaban un auge tremendo en sus
negocios porque lo normal era “estrenar” comenzando desde el lazo para el
cabello de las niñas, hasta los zapatos.
Las
personas pudientes estrenaban un ajuar completo cada día de la semana. Los
demás, hacían lo mejor que podían. Pero todos participaban de la Semana Santa
con inmensa devoción.
El
Lunes Santo, la fiesta era en honor a San Benito, el santo negro que por
trabajador, bondadoso y humilde alcanzó la santidad. Los creyentes imploraban su
ayuda y comprometían su atención y solidaridad con promesas.
La
iglesia de San Francisco, donde era venerado, se abarrotaba de luces, no
eléctricas, sino las llamadas “luces humanas”, porque los promesantes debían
vestir una gran bata blanca y portar una vela encendida. Las cláusulas de las
promesas entre persona y Santo eran totalmente privadas. Así, algunos llevaban
una escoba para barrer la iglesia, otros entraban de rodillas, pero siempre en
traje de luz y con vela.
Recuerdo
que le pagué una promesa a San Benito cuando tenía unos siete u ocho años de
edad. No me acuerdo del motivo o cuál fue el milagro recibido. Puede haber sido
la cura de alguna fiebre alta o enfermedad y que mi madre haya ofrecido la
promesa, pues también era válido “negociar” un favor con el compromiso de que
otra persona “saldría de luz” el Lunes Santo y hasta creo que podía hacerse sin
previa autorización de la persona comprometida, pero una vez hecha no se podía
dejar de cumplir. El Martes Santo se celebraba la procesión de San Pedro y la
población acudía luciendo sus mejores galas.
El
miércoles quedaban cerrados los establecimientos comerciales. Además, ese día
tocaba recordar la traición de Judas y estaba permitido contar a viva voz ingratitudes recibidas describiendo a los que
las habían infringido pero sin mencionar nombres. Muchos rostros lucían lívidos
el Miércoles Santo: unos de la cólera al recordar los agravios y otros del
temor a ser reconocido por las descripciones...
El
jueves era en extremo solemne y la catedral se desbordaba
de fieles para conmemorar la instauración de la Eucaristía, ese regalo de su
Cuerpo y su Sangre que nos dejó Jesús en la Ultima Cena. El obispo escogía a
doce jóvenes para la ceremonia de la lavada de pies como hizo el Salvador del
Mundo con sus doce apóstoles en señal de humildad.
Durante
todos esos días la ciudad también estrenaba alegrías. En los parques se
instalaban puestos de venta con toda clase de comidas deliciosas, refrescos y
golosinas y el algodón de azúcar que yo encontraba insuperablemente sofisticado
y delicioso.
Pobres
y ricos se mezclaban sin reparos unidos por la devoción y el entusiasmo. Era un
ambiente tan sano... imposible de olvidar.
Recuerdo
que siendo muy pequeña, me perdí entre el bullicio de las celebraciones.
Afligida rompí a llorar.
Un
borrachito que pasaba a mi lado me preguntó por qué lloraba. “No encuentro a mi
mamá ni a mis hermanas”, le dije. Me aseguró que me ayudaría y me preguntó el
nombre de mi padre. Al decírselo me tomo de la mano y me llevó a mi casa. ¡Qué
tiempos aquellos!
Pero
si los primeros días de la Semana Santa eran de fiesta y alegría, el Viernes
Santo ofrecía un contraste total. A partir de la media noche del jueves la
ciudad se silenciaba por completo. Se apagaba la radio. Nadie osaba entonar una
canción ni silbar. Se cuidaba de que los pequeños no alborotaran y se hablaba
en tono quedo. No había pleitos ni palabrotas. Se acudía a escuchar el Sermón
de las Siete Palabras o Sermón del Descendimiento tras el que bajaban de la
Cruz la imagen del Señor y la llevaban en impresionante solemnidad por los
alrededores de la catedral en la Procesión del Santo Entierro encabezada por el
cabildo eclesiástico y, al final, el obispo.
Ni
automóviles ni coches circulaban las calles y las personas procuraban caminar
despacio. A los niños se les recordaba no correr “para no pisar a Cristo que
estaba en el suelo”. Creo que ni nos bañábamos, aunque eso tal vez fuera una
manera de la muchachada de aprovechar la oportunidad.
De
lo que sí estoy perfectamente segura era de la intención por demostrar un respeto
profundo a la Pasión de ese Dios que había permitido la inmolación de su Hijo
para redimir a la humanidad del pecado y hacerla merecedora de la vida eterna.
ANECDOTAS
Y TRADICIONES
Fuertes
eran las anécdotas rememoradas con voz temerosa ese gran día sobre los que
osaban romper la severa tradición de respeto al Viernes Santo.
El
campisto que se atrevió a salir en su caballo en busca de una vaca que se le
había extraviado no regresó jamás a su rancho y apareció ahorcado de un árbol
altísimo. La joven lavandera que desafió la tradición y no quiso interrumpir su
tarea fue arrastrada inmisericordemente por unos brazos invisibles que la
sumergieron en lo más profundo del río haciéndola desaparecer bajo la fuerte
corriente.
Un
impío cazador que horrorizó a la población por desdeñar el consejo de no salir
de caza hasta después de que la iglesia cantara el “Gloria”, que entonces se
hacía el sábado, se atravesó su propia cabeza en el primer disparo...
¿SERA
POSIBLE...?
Crecí
observando esas leyes del Viernes Santo y aunque, lógicamente, las fui
ajustando de acuerdo a la vida moderna, he procurado no trabajar ni asistir a
festejos ese día. Sorprendentemente logré hacerlo hasta hace unos años cuando,
obligada por las circunstancias, tuve que ir a la oficina que administraba,
aquí en Miami, donde resido.
Al
principio sentí cierta aprensión pero con el trajín del día olvidé que era
Viernes Santo y me enfrasqué en mi trabajo máxime cuando
mi computadora pareció haberse vuelto loca y me colocaba mal las letras. Al
pulsar una R en la pantalla aparecía una D. Repetí el documento más de cinco
veces fijándome cuidadosamente y... nada. Llamé al departamento de reparaciones
para reportar el mal funcionamiento pero me informaron que el encargado se
hirió un dedo y estaba en la enfermería.
En
ese momento Liliana, la recepcionista, vino a dejarme saber que la
fotocopiadora estaba atascada y no había forma de lograr sacar los papeles
arrugados. Conversando con ella estaba cuando escuché el grito de Manny, uno de
mis compañeros, al resbalar en el piso de la cocina. Alguien colocó mal el
botellón de agua que se había vaciado anegando la estancia.
Bajé
un momento a pedir que nos ayudaran con el desastre y al tomar el elevador la
luz parpadeó brevemente; el aparato en vez de llevarme a la planta baja subió
como un tiro hasta el penthouse. Cuando al fin regresé a mi escritorio noté que
las tarjetas que estaba organizando alfabéticamente, estaban en el suelo confundiéndose
de nuevo.
Agotada,
agradecí la decisión de los jefes de acortar el día cerrando temprano la
oficina. Subí a mi automóvil dispuesta a escuchar música relajante y cuando
encendí la radio oí la conocida voz de Betty Pino pidiendo disculpas a los oyentes por las fallas de
trasmisión debido a que habían estado experimentando todo el día problemas con
sus computadoras.
Repentinamente
recordé que era Viernes Santo y se me erizó la piel. De golpe mi mente se pobló
con los recuerdos de mi querido y lejano León de Nicaragua...
El
reloj de mi auto marcaba las tres de la tarde.