Thursday, September 5, 2019

LA RABIA DEL VIENTO

La rabia  del viento
Por Gina Sacasa-Ross
©es.wikipedia.org
Los noticieros anuncian la formación de un posible huracán  en el océano Atlántico. Un nombre, Andrew, estalla en mi mente; su fuerza esparce mis recuerdos en mil pedazos que atrapo en el aire porque deseo convertirlos en palabras para escribir sobre algo que, en materia de literatura histórico-emotiva, es tema que marca uno de los desastres más notables en el sur del estado de la Florida. 
Miami, la ciudad alegre, la amiga de los latinos que permite recrear en los Estados Unidos las calles y vecindarios de Cuba, Nicaragua, Venezuela o Colombia, aunque adornándolos de libertad. De esa libertad tan añorada por los exilados a quienes ha acogido abriéndoles de par en par los brazos. Esa luminosa ciudad se vio azotada por vientos superiores a las 160 millas por hora al amanecer del 24 de agosto de 1992. ¿Alguno de ustedes lo ha podido olvidar? 
¡Yo no! 
Los pronósticos que sobre el tiempo emitian constantemente las estaciones de radio y televisión de la ciudad, asi como sus advertencias urgiendo a la población tomar severas medidas de precaución ante la llegada del fenómeno atmosférico, eran alarmantes. “Puras tácticas para captar audición”, pensaba yo, porque, ¿Cómo creerles si no había ni el menor asomo de tormenta? Al contrario, era un día totalmente normal y hasta bonito. Era domingo y el sol resplandeciente alumbraba un cielo azul sereno.  
Mi hijo Roberto pasó a buscarme para ir a Misa. Cuando regresamos a mi casa, a instancias suyas colocamos cintas adhesivas de 4 pulgadas de ancho en cruz sobre la parte interior de todas las ventanas. Recomendación que él había escuchado o leído en algún lugar. 
A mí me pareció una precaución más que suficiente. 
Tenia toda la intención de quedarme tranquilamente en mi casa esperando al famoso Andrew, pero mi hijo que estaba solo porque su esposa andaba visitando a una tía por California, me convenció de ir a pasar la noche en su apartamento. 
Acepté, primero, porque me encantaba la idea de compartir una velada con mi hijo y segundo, por una remota asociación de agua con huracán que me hizo imaginar posible alguna inundación en mi casa siendo como era de una sola planta. 
El asunto es que nos marchamos para el apartamento de mi hijo. Él vivía en la zona oeste de la ciudad de Miami, al norte de la US-1 y este del Turnpike, en un condominio en el último piso cerca de ‘The Hammocks’. El edificio debe haber sido de unos seis pisos de alto. Después de cenar intentamos ver algún programa en la televisión pero fue imposible. No se hablaba más que del tal Andrew que yo no divisaba por ningún lado. Para ocuparnos en algo repetimos la operación de la cinta adhesiva en las ventanas y, además, mi hijo colocó una colchoneta dentro del walking closet de su cuarto. 
—Por si acaso mami —me dijo—, así que ya sabes, cualquier cosa nos tiramos en la colchoneta. 
En Nicaragua habíamos pasado un terremoto y una guerra pero de huracán no sabíamos ni pío. Aunque sí habíamos experimentado fuertes lluvias, no conocíamos la extraordinaria fuerza que el viento puede desarrollar. 
Como tampoco estaba acostumbrada a tomar en cuenta las predicciones sobre el tiempo, ponía en tela de juicio los inquietantes reportes contrarios totalmente a lo que mis propios ojos veían:un cielo limpio y despejado. Por eso, me costaba mucho admitir que en este nuestro nuevo país existían técnicas capaces de descifrar con anticipación el pronóstico del tiempo. 
Poco tardé en convertirme en firme creyente de los reportes meteorológicos. 
En la madrugada, cuando el sueño es más dulce y profundo, un ruido como el de un jet que sobrevuela sobre tu propia cabeza, o un gigantesco tren que está a punto de arrollarte, me despertó. 
—¡Roberto! —grité. 
—¡Al closet! —gritó él. 
Y hacia allá corrimos. 
Sentados sobre el colchón con los brazos apoyados en las rodillas, nos tapamos los oídos con las manos tratando inútilmente de aminorar el retumbante sonido provocado por la fuerza del viento que totalmente descontrolado, como poseído de una rabia infinita, parecía circundar el edificio en busca de victimas a las que castigar. Levantaba árboles, techos y autos suspendiéndolos dentro de su poderosa esfera de monstruo de un solo ojo y los lanzaba en un desenfrenado viaje por el aire ¡a Dios sabe cuántos cientos de millas por hora! Lo peor de todo era la larga duración de este fenómeno. 
—¿Cuándo acabará esto?” —balbucí. 
Mi hijo solamente movió la cabeza de un lado a otro. 
El terremoto, te coge de improviso, te sacude violentamente, puede que te entierre bajo los propios escombros que causa, pero todo es obra de un minuto. 
El huracán, no. Ruge, sopla, te envuelve, te estremece, no acaba… sigue y sigue y sigue… 
Pasamos horas oyendo el espantoso ulular del viento y los horrendos sonidos que ocasionaba a su paso. Extrañamente no recuerdo haber escuchado gritos humanos a pesar de que constantemente nos parecía reconocer estruendos típicos a derrumbes de paredes, choques de grandes objetos de metal, árboles sucumbiendo a la fuerza del viento. Rodeados de oscuridad, mi hijo y yo permanecíamos aterrorizados dentro del closet sentados sobre el colchón rogando a Dios, a la Virgen y a toda la corte celestial que el coloso se calmara. 
Por fin así sucedió. 
Amainó el embiste del viento pero nosotros seguimos paralizados por un rato largo. Mi hijo fue el primero en reaccionar.  Probó nuevamente encender el radiecito portátil que esta vez funcionó y pudimos saber lo siguiente: Después de debilitarse tras pasar sobre las Bahamas, Andrew recuperó la categoría 5 al momento de tocar tierra en el sur de Florida, con vientos de--- kilómetros por hora y una presión de 922 hectopascales. 
Nos asomamos a la ventana y lo que vimos fue desolador. Todos, juro, todos los edificios aledaños al nuestro habían perdido sus techos y muchas de sus paredes. Los apartamentos simulaban esas casas de muñecas cuyas habitaciones son abiertas para que las niñas coloquen  a su antojo muebles y muñecos. Pero en esos apartamentos que contemplábamos aquella mañana, las cortinas despedazadas, los muebles dañados, las lámparas rotas, los huecos de las ventanas con sus marcos retorcidos, no hacían pensar en un juego sino en lo siniestro del espectáculo y la magnitud de la tragedia. Fue entonces que tuvimos conciencia de lo que habíamos vivido, del dolor que muchas personas estaban experimentando por tan inmisericorde ataque de la naturaleza, de las pérdidas humanas y económicas, en fin, del inmenso desastre en el que el fenómeno Andrew había sumido a Miami. 
Huracán Andrew 3
https://www.meteorologiaenred.com/fotos-de-la-devastacion-causada-por-el-huracan-andrew-en-1992.html                               Miguel Serrano
Los expertos del Centro Nacional de Huracanes concluyeron que Andrew tuvo por poco tiempo vientos sostenidos de 265 km/h (esto, antes y al momento de que el huracán tocara tierra), clasificándolo como huracán categoría 5 dentro de la Escala de Saffir-Sim. Andrew fue el tercer huracán en impactar a los Estados Unidos con categoría 5. Sus predecesores fueron el huracán Camille (que afectó Misisipi y Luisiana en agosto de 1969) y el huracán del Día del Trabajo de 1935 (que devastó los Cayos de la Florida en septiembre de 1935). Como pasa con la mayoría de los huracanes que registran altas categorías dentro de la escala Saffir-Simpson, lo peor de Andrew fueron los feroces vientos, provenientes de unos "tornados incrustados" a éste; conclusión a la que llegó Tetsuya Theodore Fujita, un meteorólogo de la Universidad de Chicago que derivó la escala de Fujita para medir la intensidad de los tornados, cuando investigaba los daños causados en la zona de Homestead. Hubo miles de vortices de este tipo en el huracán; varios de ellos tuvieron trayectorias largas y destruyeron cada edificio que pasara por su camino. Andrew también produjo un tornado en el sureste de Louisiana. El huracán provocó 23 muertes en los Estados Unidos y tres más en las Bahamas. Los daños totales para EE.UU. fueron en su momento de 26,5 mil millones de dólares de 1992, mil millones en Luisiana, y el resto en Florida. (https://es.wikipedia.org/wiki/Hurac%C3%A1n_Andrew)
Lo que nos asombraba a mi hijo y a mí era como habíamos salido ilesos en medio de la catástrofe. El techo de nuestro edificio estaba completo, ni una sola ventana se había roto. Las cruces de cinta adhesivas con que las habíamos protegido se encontraban intactas. Nos hincamos y dimos infinitas gracias a Dios y a la Virgen por su protección. 


"HOMBRES Y MUJERES QUE HAN CREADO EL VALEROSO ESPÍRITU LEONÉS" --TERCERA ENTREGA.

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