2020-12-04 09:55:04
Un fascinante cuento de Gina Sacasa
Caronte en
internet
Por Gina
Sacasa-Ross
Allá por
el 2006 cuando descubrí las maravillas del Internet y el correo electrónico,
caí en tal embobamiento que amanecía y anochecía presa en su 'Red'. La magia de
ver aparecer o desaparecer información en la pantalla me absorbía totalmente
suspendiéndome en un estado alterado de consciencia.
Era un
enajenamiento que me hacía recordar cierta otra antigua y tenebrosa agitación
germinada en mi natal, León de Nicaragua, cuando amigos de adolescencia
intentábamos comunicarnos con el más allá por medio de la Güija. Era una
experiencia que sobrecogía nuestros ánimos especialmente si practicábamos el
juego durante una "lunada" en Poneloya, nuestra sencilla comunidad
costera que no contando con cines ni con bares, cerraba su vida nocturna a las
10 PM. Así que, el mero hecho de reunirnos a escondidas a medianoche constituía
una aventura de marca mayor.
Poseídos
de febril ansiedad aguardábamos impacientes a que los ronquidos de nuestros
padres indicaran que 'no había moros' en la costa. Entonces, con la adrenalina
al tope, escapábamos de casa.
La luna en
plenilunio rasgaba las sombras. Sus rayos alumbraban el sendero a la playa
donde nos sentábamos alrededor de una fogata. La ondulante masa plateada del
mar contribuía al embrujo arrastrando lánguidas olas que extendían a nuestros
pies, caprichosos jeroglíficos delineados en blanca espuma. ¿Códigos?, inquirían nuestras mudas miradas. Las almas en un hilo, las bocas abiertas conteniendo la
respiración, pendientes de las oscilaciones del puntero que señalaría una a
una, las letras requeridas para formar la palabra reveladora. Enfrascados en la
actividad prohibidísima por nuestros padres, por la iglesia y aún más grave
para mí, por mis tías, 'las niñas Sacasa' que de llegar a enterarse de nuestras
andanzas, nos rociarían con agua bendita de pies a cabeza para, según ellas,
abrirnos los ojos al peligro que estábamos invocando.
Leer un
artículo del escritor argentino, Tomás Eloy Martínez (TEM) surtió en mí
—respecto a mi creciente afición al Internet—, un efecto similar al deseado por
mis tías con el agua bendita: me dejó temblando los dedos sobre el teclado.
Comentaba
Martínez, que esa útil herramienta tecnológica capaz de permitirnos navegar en
temas de interés, también conlleva a lugares en el ciberespacio que no tienen
nada que envidiarle a los macabros basureros, o a los azarosos callejones de
los bajos mundos en las grandes ciudades del planeta.
Mencionaba
el periodista, que a la par que el Internet acorta distancias, sirve de enlace
entre familiares y amigos, resuelve en minutos asuntos que requerían días o
meses para tramitarse, también proporciona —y aquí es donde entra en juego lo
siniestro—, un vasto medio para comunicaciones encubiertas, celestinas (en el
mejor de los casos) de romances clandestinos, pero perfectamente viable a peores
bajas pasiones, negocios turbios o simplemente, una fuente de información que
brindada por ingenuos usuarios es aprovechada por vándalos con funestas
intenciones. ¡Todo esto, por quien sabe cuánto tiempo! Ya que es difícil borrar
entradas una vez que las lanzas a la red informática.
Lo que me
parece da pie a una moderna leyenda (y aquí es donde Caronte entra en la
Internet) que refiera como esos datos pesarían eternamente sobre sus autores.
Quizá, acumulados en círculos similares a los del
infierno descrito por Dante, se escondan los mensajes enviados por depredadores
infantiles, quienes silabeando lascivas palabras cuáles venenosas serpientes sigilosas,
acechan un movimiento en falso de sus hipnotizadas víctimas para atraparlas.
En otro
círculo menos lúgubre, retozarían las despreocupadas comunicaciones
electrónicas que esposos o esposas infieles envían a sus amantes concertando
citas o intercambiando falsas promesas.
Soterrados
en el fondo de ese tecnológico infierno, estarían las tramas de retorcidos
espionajes de los tantos servicios de inteligencia del mundo; la revelación de
sobornos políticos; escándalos sexuales de personajes públicos y otros secretos
detrimentales a la humanidad como enlaces de narcotraficantes o semilleros
recónditos de información codificada.
Sin lugar a dudas, el círculo de más desesperación sería
alimentado por la angustia de aquellos usuarios que sin medir debidamente las
consecuencias pulsan, ‘enviar’ y lanzan per sécula, seculorum sus pensamientos
más íntimos y sus intenciones más ocultas a la órbita irrescatable del océano
virtual.
Toda esa indeleble información queda grabada para, a lo
mejor, incluso ser usada el día del Juicio Final en la famosa balanza que
decidirá si tú o yo pertenecemos al grupo de los justos o al de los condenados.
Coral Gables, FL
Diciembre, 2008
PD
Desde el 2008, fecha en que redacté este artículo, la
Internet ha multiplicado sus beneficios y... sus riesgos. De la mano de las
ventajas brindadas por la comunicación en línea: el correo electrónico,
mensajería instantánea, medios de comunicación social, videoconferencias etc.,
florecen también, los enlaces maliciosos que facilitan a los piratas informáticos
perpetrar estafas, robos de identidad, acosos cibernéticos, explotación sexual
y trasgresiones como las efectuadas por 'troles' con el objeto de manipular
opiniones, crear polémicas o echar a rodar intrigas políticas y falsas
noticias.
No cabe duda,
que TEM con gran sagacidad periodística advirtió desde aquel entonces los pro
y contras de la red de redes.