Thursday, July 7, 2022

VIAJE DE QUINCE AÑOS - Por Gina Sacasa-Ross

                                               Catedral de San Nicolás, Liubliana, Eslovenia -TripAdvisor

El clima continental de Liubliana brindaba esa noche un frío que mordía.  El coche nos dejó frente a la estación del ferrocarril, un sobrio edificio histórico del siglo 19, nada rutilante al que entré esperanzada de librarme de la baja temperatura.  

Mis padres habían incluido visitar esa modesta capital europea dentro del itinerario de mi viaje de quince.  Un regalo que ellos decidieron hacerme, pero que yo, malagradecida como la mayoría de los hijos, juraba y perjuraba en ese entonces (y hasta esta fecha sigo sospechando),  que habían seleccionado el obsequio no precisamente para deslumbrarme y llenarme de júbilo a mí, la quinceañera, sino para satisfacer un viejo deseo de mi madre de conocer el país de una bisabuela, tatarabuela o chomba suya,  fuente de gran orgullo para toda la familia Novak, cuyos miembros,  indefectiblemente, no perdían oportunidad de traer a colación  la estirpe europea de la que eran herederos y a la que debían, según ellos aún muchas generaciones después, el color gris-azulado de sus pupilas que ciertamente los distinguía del resto de la población y, en el caso particular de mi familia inmediata, enloquecía a mi padre al punto de que por esos ojos no podía negarle a mi madre ningún capricho.


Para ser honesta, tengo que reconocer que Eslovenia me pareció un país interesante, con una variedad impresionante de preciosos paisajes que le hablaron a mi imaginación de las mil aventuras que una persona joven podría disfrutar siempre y cuando claro está que se pudiera desplazar a su gusto y gana «sin   estorbos». Así que, después de todo, disfruté del dichoso viaje, digamos que en un 40%. Otro 40%, sencillamente, lo soporté. Pero puedo asegurar categóricamente que el restante 20% me divertí  y que ese 20% fue en esa estación de tren en Liubliana; hecho, además, que hizo mi famoso regalo verdaderamente inolvidable para mí y… También para mis padres.    


Los humos europeos de mi madre se multiplicaron al escuchar a la guía turística resaltar los valores de la pequeña república: «Eslovenia,  se ha mostrado siempre orgullosa de su original situación geográfica. Acuñada entre Austria e Italia, es una perfecta mezcla de importantes culturas: Alemana, mediterránea y eslovena. En las calles de su ciudad vieja se entreveran construcciones de estilo Barroco, Renacentista y Art Nouveau, mudos testigos del valiente desafío de los eslovenos a las fuerzas de la naturaleza que de tiempo en tiempo sacuden  al país con  infernales terremotos obligando invariablemente la reconstrucción de las ciudades»


Desde ese día noté que mi madre había optado por, de tanto en tanto, erguir el mentón, torciéndolo ligeramente hacia la izquierda mientras entornaba sus ojos zarcos. 


La tarde que visitamos la catedral de San Nicolás estaba yo francamente maravillada admirando los bellos detalles de esa iglesia, sus frescos, su Altar Mayor y sus espléndidas puertas de metal cinceladas con portentosas figuras cuando me percaté de los susurros de mi madre, hablándome al oído:

         —Hijita, espero que sepas agradecer este esfuerzo que tu padre y yo hemos hecho al traerte a celebrar tus quince años en este país, cuna de aquel ser maravilloso, Mami Ivana, fundadora de nuestra familia, quien nos ha heredado además de la belleza del color de nuestros ojos, la fortaleza de carácter y, principalmente, la entereza moral típica de los eslovenos de lo cual eres testigo gracias a este viaje que te hemos regalado.  Quiero que me prometas, que me jures, que nunca olvidaras este bello rincón del mundo y que su recuerdo te hará tomar conciencia de tus raíces y te obligará a comportarte siempre como la gran dama que te corresponde ser.


A mis quince años, la emoción de mi madre me resultaba ridícula y su abrazo sofocante, pero quizás el misticismo del ambiente influyó en mí.  Sentí pesar por ella y decidí seguirle la corriente.

         —Te juro, madre, le dije que llevaré siempre una vida ejemplar, digna de mi sangre eslovena.

Me apretó aún más y le brotaron lágrimas de sus bonitos ojos.


Ese momento, esa comunión que hubo entre nosotros en la catedral de San Nicolás, se borró horas después en la estación del ferrocarril.


Esperando el tren que nos llevaría a Trieste, el frío era brutal.  Mi padre fue a buscar café. Las luces mortecinas no alcanzaban a alumbrar todo el ambiente, pero si me dejaron ver la banca donde una pareja se abrazaba.  Mi madre debió haberlos visto al mismo tiempo porque apresurada giró mis hombros procurando que yo volteara en dirección opuesta.  

         —Pobres dijo. No te fijes en ellos.


Pero yo no podía dejar de verlos.  ¡Cómo se besaban! ¡Se contorsionaban! ¡Se palpaban! ¡Jadeaban! Se mordían los labios, las caras, los cuerpos como enloquecidos.  Finalmente, la mujer se desplomó sobre la banca, el hombre la cubrió con su cuerpo y juntos se mecían al ritmo de alguna música excitante que nosotras no alcanzábamos a escuchar.

          —¿Qué hacen? Le pregunté alarmada a mi madre.

         —Déjalos, parece que están peleando.


Yo intuí que era otra cosa lo que estaban haciendo, pero aproveché para burlarme de mi progenitora.

         ¿Eso Crees? Reí a carcajadas Entonces,  ¿la buena gente de Eslovenia discute y se ataca cuerpo a cuerpo en público?  Yo no he visto eso nunca en Piedras Negras, madre. ¡Cuánto me alegro de ser más criolla que europea!


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