El clima continental de Liubliana brindaba esa noche un frío que mordía. El coche nos dejó frente a la estación del ferrocarril, un sobrio edificio histórico del siglo 19, nada rutilante al que entré esperanzada de librarme de la baja temperatura.
Mis padres habían
incluido visitar esa modesta capital europea dentro del itinerario de mi viaje
de quince. Un regalo que ellos decidieron hacerme, pero que yo, malagradecida como la mayoría de los hijos, juraba y perjuraba en ese
entonces (y hasta esta fecha sigo sospechando), que habían
seleccionado el obsequio no precisamente para deslumbrarme y llenarme de júbilo
a mí, la quinceañera, sino para satisfacer un viejo deseo de mi madre de
conocer el país de una bisabuela, tatarabuela o chomba suya, fuente
de gran orgullo para toda la familia Novak, cuyos
miembros, indefectiblemente, no perdían oportunidad de traer a
colación la estirpe europea de la que eran herederos y a la que debían,
según ellos aún muchas generaciones después, el color gris-azulado de sus pupilas
que ciertamente los distinguía del resto de la población y, en el caso
particular de mi familia inmediata, enloquecía a mi padre al punto de que por
esos ojos no podía negarle a mi madre ningún capricho.
Para ser honesta, tengo
que reconocer que Eslovenia me pareció un país interesante, con una variedad
impresionante de preciosos paisajes que le hablaron a mi imaginación de las mil
aventuras que una persona joven podría disfrutar siempre y cuando claro está
que se pudiera desplazar a su gusto y gana «sin
estorbos». Así que, después de todo,
disfruté del dichoso viaje, digamos que en un 40%. Otro 40%, sencillamente, lo
soporté. Pero puedo asegurar categóricamente que el restante 20% me divertí y
que ese 20% fue en esa estación de tren en Liubliana; hecho, además, que hizo mi
famoso regalo verdaderamente inolvidable para mí y… También para mis
padres.
Los humos
europeos de mi madre se multiplicaron al escuchar a la guía turística resaltar los valores de
la pequeña república: «Eslovenia, se ha mostrado siempre
orgullosa de su original situación geográfica. Acuñada entre Austria e Italia,
es una perfecta mezcla de importantes culturas: Alemana, mediterránea y
eslovena. En las calles de su ciudad vieja se entreveran construcciones de
estilo Barroco, Renacentista y Art Nouveau, mudos
testigos del valiente desafío de los eslovenos a las fuerzas de la naturaleza
que de tiempo en tiempo sacuden al país con infernales
terremotos obligando invariablemente la reconstrucción de las ciudades».
Desde ese
día noté que mi madre había optado por,
de tanto en tanto, erguir el mentón, torciéndolo ligeramente hacia la izquierda
mientras entornaba sus ojos zarcos.
La tarde
que visitamos la catedral de San Nicolás estaba yo francamente maravillada
admirando los bellos detalles de esa iglesia, sus frescos, su Altar Mayor y sus
espléndidas puertas de metal
cinceladas con portentosas figuras cuando me percaté de los susurros de mi madre, hablándome al oído:
—Hijita, espero que sepas agradecer este esfuerzo que tu padre y yo hemos hecho al traerte a celebrar tus quince años en este país, cuna de aquel ser maravilloso, Mami Ivana, fundadora de nuestra familia, quien nos ha heredado además de la belleza del color de nuestros ojos, la fortaleza de carácter y, principalmente, la entereza moral típica de los eslovenos de lo cual eres testigo gracias a este viaje que te hemos regalado. Quiero que me prometas, que me jures, que nunca olvidaras este bello rincón del mundo y que su recuerdo te hará tomar conciencia de tus raíces y te obligará a comportarte siempre como la gran dama que te corresponde ser.
A mis
quince años, la emoción de mi madre me
resultaba ridícula y su abrazo sofocante, pero quizás el misticismo del ambiente
influyó en mí. Sentí pesar por ella y decidí seguirle la corriente.
—Te juro, madre, —le dije— que llevaré siempre una vida ejemplar, digna de mi sangre eslovena.
Me apretó
aún más y le brotaron lágrimas
de sus bonitos ojos.
Ese
momento, esa comunión que hubo entre nosotros en la catedral de San Nicolás, se
borró horas después en la estación del ferrocarril.
Esperando
el tren que nos llevaría a Trieste, el frío era brutal. Mi padre fue
a buscar café. Las luces mortecinas no alcanzaban a alumbrar todo el ambiente,
pero si me dejaron ver la banca donde una pareja se abrazaba. Mi
madre debió haberlos visto al mismo tiempo porque apresurada giró mis hombros procurando
que yo volteara en dirección opuesta.
—Pobres —dijo—. No te
fijes en ellos.
Pero yo no
podía dejar de verlos. ¡Cómo se besaban! ¡Se contorsionaban! ¡Se
palpaban! ¡Jadeaban! Se mordían
los labios, las caras, los cuerpos como enloquecidos. Finalmente, la mujer se desplomó sobre la banca, el hombre
la cubrió con su cuerpo y juntos se mecían al ritmo de alguna música excitante
que nosotras no alcanzábamos a escuchar.
—¿Qué
hacen? —Le pregunté alarmada a mi madre.
—Déjalos, —parece que están peleando.
Yo intuí que
era otra cosa lo que estaban haciendo, pero aproveché para burlarme de mi progenitora.
—¿Eso Crees? —Reí a carcajadas— Entonces, ¿la buena gente de Eslovenia discute y se ataca cuerpo a cuerpo en público? Yo no he visto eso nunca en Piedras Negras, madre. ¡Cuánto me alegro de ser más criolla que europea!
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