Me sé hermosa. Mi figura, definida por el soberbio equilibrio entre mi cabeza y mis piernas, destaca por atlética. Mi único pecho es amplio y suave; mi cintura breve como línea que huye. Largos cabellos enmarcan mi rostro rectangular. No sé quien fue mi madre, menos aun mi padre, pero puedo decir que soy un espléndido resultado de la mezcla ancestral de mis tribus: griega e indígena. Y que esta diversidad me da un aura de poder y misterio.
No siempre fui así, debo reconocerlo. El agua fue la fuente de mi fortaleza.
Ella, a quien secretamente llamo, ¡madre!, jamás ha fallado en orientarme, protegerme.
Nací en la ribera del río Marañón, precisamente donde el ímpetu de su
caudal ha erosionado la meseta andina formando profundo cañón. Sin embargo,
crecí en el lugar donde sus aguas se tornan quietas como cristal. Esa dicotomía
me enseñó a temprana edad que las energías
del agua pueden conjugar vida o muerte.
—Luce sana —dictaminó nuestra Reina de Asuntos
Domésticos. —Empero, hay que aguardar que Ares manifieste
su voluntad.
Por lo que, según nuestra costumbre permanecí a la intemperie el tiempo reglamentario. Debe haber
sido entonces que el agua me adoptó como hija porque el río (seguramente
obedeciendo designios supremos) a lo largo de la crucial prueba, periódicamente
mojaba mis labios para nutrirme hasta que las autoridades tuvieron a bien
autenticar que mi destino era vivir.
—El agua será su poderosa aliada —vaticinó después
alguien de la comitiva real.
Mi instinto convirtió ese augurio en
tabla de salvación a la que
me así durante todo mi entrenamiento. El cual comienza desde nuestra más tierna
infancia porque para sobrevivir como amazona, somos adiestradas en múltiples
faenas y muy pronto debemos demostrar que
dominamos la pesca, la caza y el manejo de armas.
Ningún hombre vive en nuestra comunidad. Cuando nace un varón es mutilado y
abandonado a su suerte o en el mejor de los casos entregado a su progenitor.
«De poco sirven los hombres». Es un lema que escuchamos
continuamente.
«¡Sólo las valientes son útiles»! Es otro. Si alguna demuestra debilidad o miedo es
sometida a burlas y castigos tan despiadados que nuestra memoria genética
hereda su recuerdo.
Cada quien escoge la
manera de acorazar flaquezas. Yo, siguiendo aquella voz interna que me acompaña,
recurro siempre al agua para recargar fuerzas y esclarecer enigmas.
Sus ondas son todo para mí: Identidad,
porque al sumergirme en lo más hondo de su corriente, su ondular semeja los
añorados desplazamientos del útero que acunó mi gestación. Esa afinidad libra mis sentimientos de desconcierto
y da luz a mis orígenes. Revelación, porque observando mi
reflejo en su orilla llegué a conocerme como en el mejor de los espejos… y
mejorar. Aquel día en que me vi tambaleante con el
rostro bañado en llanto limpié las lágrimas de
un manotazo; como madre orgullosa, las aguas dibujaron mi imagen fortalecida. Dominio, porque
a pesar de que esa íntima experiencia me colma de alegría, cuando regreso a la
superficie soy capaz de ostentar un rostro impenetrable.
A los doce años estaba plenamente consciente de lo que se esperaba de mí:
coraje y sumisión. Hice gala de uno y otro cuando, cumpliendo ritos inmemoriales,
quemaron mi pecho derecho. No proferí un sollozo. Despacio, caminé hasta el
río; las aguas mitigaron el espantoso ardor.
Al alcanzar la adolescencia, mi hermosura, acordó el Consejo Supremo,
indicaba que los dioses me habían elegido para continuar nuestra raza.
Con esa misión me embarcaron con destino a Iquitos.
—Debes procurarte un hombre que te preñe—. —Es el único propósito para el que nos
son necesarios—. Me instruyeron.
El perfil de la antigua ciudad concordó
con mi genealogía: percibí mi físico en su elegante arquitectura europea y la fogosidad
de mi espíritu en su exuberante vegetación selvática. Esa apreciación incrementó mi confianza. Además, mi madre
Agua revolviendo los caudales del Amazonas, Nanay e Itaya en una sola corriente oscura, rodeaba Iquitos
por todas partes en perfecta complicidad con mi plan.
Mi juventud explosiva, rival en belleza de las imponentes plantas de
Victoria Regia naturales de la región, no pasó desapercibida en la Plaza de
Armas de la ciudad. Los hombres zumbaban como moscas alrededor mío pero yo (por
lo arraigado que tenía en mí la convicción de su poca valía) los desdeñaba.
Hasta que apareció aquél.
Me recorrió de arriba abajo con la mirada.
—¿Cómo te llamas?
El eco de su voz reverberó en mi memoria; por
un instante sospeché que ya nos conocíamos.
—Hipólita y ¿tú?
Vi su mandíbula tensarse.
—Heracles.
Nuestras miradas se encontraron. Una chispa de emoción pareció asomar a sus pupilas ¿o sería el reflejo de las mías?
—¿Qué haces aquí?
—Busco un hombre que me preñe.
El golpe de lujuria le abultó las venas de la sien.
Sin más palabras, caminamos tomados de las manos cual
viejos amantes. Atrás dejamos la plaza, las iglesias, las casonas antiguas
recubiertas de mosaicos europeos; yo buscaba un lugar apartado fuera de la
ciudad pero cerca del agua. Sabiendo que
el perfume de mis deseos enloquecería su libido, acerqué cuanto pude mi cuerpo al
de él.
Caímos uno sobre el otro bajo un gigantesco Lupuna.
Su belleza me impresionó. Sus músculos superaban los míos. Pensé que iba a
quebrarme bajo su peso, pero sus brazos me sostenían. Entreabrió mi boca
con sus labios mientras sus manos exploraban lentamente mi cuerpo como buscando
un tesoro. Dejé que hiciera su trabajo. Asido de mis caderas me atrajo
hacia él con firmeza; el vaho de su respiración me humedecía. La poderosa llave de su pasión penetró entre
mis muslos. Y debió también abrir el
cofre de mis ilusiones porque miles de ellas volaron liberadas.
Algo inesperado sucedió. Gemí de placer acoplándome sin proponérmelo
al rítmico vaivén que me mecía. Me apreté a su abrazo…quería no separarme de
ese hombre jamás; ser suya para siempre.
Alarmada busqué auxilio en mi interior.
—Agua…
—¿Tienes sed?
—Sobre mi piel—susurré en su oído.
Rodamos hasta el rio y en efecto, el agua me devolvió la
entereza. Volví a ser la fiera amazona que mi tribu moldeara.
—Abrázame —pedí.
Cegado aún por la concupiscencia (atávico en
su género) se inclinó sobre mi pecho. Aproveché el momento: aguanté su cabeza
bajo el líquido hasta sentirlo inmóvil.
¡Emergí triunfante!
Regresé a mi pueblo victoriosa pero infeliz. Achaqué mi tristeza al
embarazo aunque constantemente inquiría la verdad a mi madre Agua,
escudriñando su torrente.
A fuerza de mi obstinación, ella terminó revelándomela: Mi alma y la de aquel hombre —encadenadas a la historia de nuestros nombres— están destinadas a reencontrarse una y otra vez, hasta que, una de las dos tenga el valor de aceptar que se complementan. Solo así se logrará romper el ciclo fatal creado por los conceptos errados que nos condenan. ¡Solo entonces seremos capaces de conocer el amor y alcanzar la paz!<>
Credito:wikipedia.org
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